Pasa tanto tiempo uno metido en su propio universo que, a veces, apenas da para echar un vistazo a la nave nodriza en la que se traslada por el cosmos en el que cada planeta es un lector. Usted, mismo. Entonces, siempre cinco minutos antes de que nos asalte la encrucijada, entro en este periódico y vuelvo a cobrar conciencia de que es eminentemente empresarial y económico. Visceralmente económico. Y aprendo. Cada vez. Porque entre balances, gráficos y repartos de beneficios, de naturaleza numérica, hay todo un jeroglífico alfabético por descubrir. La economía es una pirámide egipcia sin piedra Rosetta. La única manera, en ocasiones, de que un lego como yo alcance a entenderla es alejándose lo más posible. Y no tratar de analizarla por lo que es, sino por los efectos que acarrea. Y, en efecto, todo es economía.
Las inversiones y las infraestructuras, por supuesto, incluso en una ciudad como esta. Los impuestos, salarios mínimos, patronales y pensiones, también. Las exportaciones y las estancias hoteleras. Las aprehensiones de alijos procedentes del narcotráfico. Hasta las reuniones clandestinas entre ministros en un aeropuerto son economía. El patriotismo no es más que economía. Las presidencias de los clubes de fútbol y las luchas entre defensores y detractores del valenciano son economía. Y los acuerdos y propuestas para evitar los pactos monclovitas con los independentistas son economía. Las manifestaciones y contrarréplicas del sector agrario y el Gobierno, así como la cizaña que trata de inocular la oposición, son economía. Hasta un buen arroz con caracoles es economía. Y, por supuesto, la cultura, por mucho que el sector económico lo trate desde la asepsia de las fundaciones, generalmente. Quizá lo único que escapa a este ámbito son los sucesos, porque están escritos con las sangre de nuestra propia genética de guantazo y cachiporra.
Es como detenerse un momento a mirar las estrellas por la ventana. No entiendes nada, pero sabes que resulta fascinante. A uno no dejan de sorprenderle los enormes tentáculos de dinero que se mueven alrededor del kraken liberado en China con el coronavirus que tantas páginas y titulares está devorando desde que saltaron las alarmas en Wuhan. La cancelación del Word Mobile Congress de Barcelona. El hecho de que pueda deberse a un cálculo de indemnizaciones que, como la policía del pensamiento de 1984, se anticipa a acontecimientos que solo habitan sus carcomidas conciencias. El propio germen del virus y sus posibles orígenes. Toda una ciudad de más de diez millones de habitantes detenida en el tiempo, con sus vecinos recluidos en casa sin poder facturar ni producir. El estajanovismo global de las mascarillas. El laboratorio biológico del que se podría haber escapado un virus comandante, como el chimpancé de alguna de las secuelas de El planeta de los simios. El Apocalipsis que desataría una pandemia global. Y, sobre todo, los miles de conspiranoias sobre el contagio que van desde el ajuste demográfico del propio país hasta el ataque externo encaminado a frenar la economía china y la expansión del 5G. Pasando por la infección de la carne de pangolín en restaurantes, tan descabellada que tiene toda la pinta de ser cierta. Y cualquiera de estas teorías, con un impacto más que relevante e inevitable en la bolsa de Nueva York, en los pactos de la Moncloa, en la Sala Azul del Ayuntamiento de Alicante y hasta en los ahorros que tenía usted previsto destinar a las vacaciones.
Lo que les diga. Todo es pura economía. Fascinante. Salvo lo del arroz con caracoles, apunta mi mujer desde encima de mi hombro.