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tribuna libre / OPINIÓN

La juventud europea ante la felicidad

Foto: GABRIEL LUENGAS/EP
25/01/2024 - 

La historia del pensamiento político y jurídico en Europa puede concentrarse en una constante pugna entre las diferentes posturas en el camino hacia la felicidad del hombre. De todas las escuelas helenísticas, epicureísmo y estoicismo destacan como aquellas que fueron capaces de imponerse, según la coyuntura y la época, en el pensamiento común no sólo de gobernantes sino también de la sociedad en su conjunto.

Para Catherine Wilson, los epicúreos "creían que la verdadera función del gobierno era impulsar la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad". En ocasiones malinterpretado como planteamiento moral capaz de justificar el exceso de placer, el pensamiento epicúreo ha permitido establecer límites racionales a los placeres irracionales. Los epicúreos defendían que es en el equilibrio donde se encuentra la virtud, una moderación del pathos ligado a la condición humana sin censurar el placer que emerge como fuente de una felicidad estable y verdadera. Estamos, pues, ante la denuncia de un placer superfluo, líquido y banal, y la defensa del verdadero placer: el proveniente de una ponderación entre lo conveniente y lo deseable, aquel capaz de producir satisfacción perdurable en el tiempo.

Por su parte, el pensamiento estoico, asociado erróneamente a la insensibilidad o la falta de emociones, se centró en alcanzar la ataraxia a través de una felicidad que depende en su mayoría de nosotros. Así lo entendía Epicteto al asociar la felicidad con la capacidad de renunciar: "En todo lo que te sucediere, considera en ti mismo el medio que tienes de defenderte".

Si bien podemos identificar a las mayores figuras de la historia en una u otra corriente, véase Séneca, Cicerón o Marco Aurelio, o bien Hobbes, Rousseau o Marx –todos de una u otra forma, "europeos"–, somos ahora los jóvenes de todos los pueblos de Europa los que (parecemos) haber olvidado y viciado los caminos hacia la felicidad. Falta amistad, vínculo, cariño e intensidad. Sobran estímulos, mensajes efímeros y apariencia. Y de esta sensación, que antes quizás asociábamos a los europeos del norte, ya no puede descartarse en los países del sur. 

Si antes éramos capaces de armarnos de valor para escribir aquella carta manuscrita a la persona por la que suspirábamos, ahora esto se convierte en utopía al reducirlo a una respuesta fugaz e imprecisa. Si antes una conversación trascendental sobre el amor, relacionada con la intensidad y la admiración podían erigirse como baluartes de una mentalidad europea basada en la permanencia del espíritu frente a la levedad del ser, ahora preferimos alejarnos para abrazar la indefinición moral y la irresistible bondad de cortar todo vínculo capaz de penetrar en nuestro ser.

La casualidad, a veces entendida como aquella suerte que nos permitió conocer a la persona más importante de nuestras vidas, se sustituye por la voluntad de una sociedad europea acostumbrada a tener lo que busca cuando lo busca. Pasamos pues de una mirada, una sonrisa, un paseo o una tensión que aumenta las pulsaciones, eriza nuestra piel y deviene incontrolable, a la acción de deslizar hacia un lado u otro la pantalla de nuestro (nuevo) mejor amigo –al menos por el número de horas que nos acompaña–. Me parece "mono", me apetece, y quedamos. Lo quiero, lo pido, y lo tengo.

No creo que el amor esté desapareciendo entre los jóvenes en Europa. Quizás estemos únicamente ante la perversión del amor por nuestra (cada vez mayor) ambición en la ausencia de vínculos constantes, aquellos capaz de atarnos y, por tanto, impedirnos ser completamente libres. La vida de los jóvenes se ha convertido en una ponderación del ego, incapaz de hacer concesiones por algo capaz de trascender. Ya no buscamos la felicidad, sino la libertad. Pero ¿de qué sirve ser libre, viajar por los cinco continentes y llenar nuestra mochila de experiencias efímeras, si nada de ello consigue perdurar?  

Quizás cuando llegue la noche, algún ser todavía consciente y no absorbido por el asesino estímulo algorítmico recuerde que la felicidad deseada por los epicúreos es aquella que repudiaba lo volátil y líquido, abrazando la conversación permanente de quien tenemos enfrente y refleja lo verdaderamente humano: la bondad, la carcajada y la alegría de comprobar que estás ante quien no se va a marchar.

En una Europa cada vez más abrazada a todo lo impersonal, debemos luchar contra la pérdida de humanidad. Dejamos que pasara con el comercio, pero por favor luchemos para que no pase lo mismo con el amor. Añoro bajar con mi bisabuela al charcutero de abajo y decirle que lo anote en su cuenta dejándole como pago una mera sonrisa. ¡Intenten encontrar uno ahora! Pasamos por delante de personas en sufrimiento y ni siquiera nos damos cuenta de su dolor. Somos testigos de escenas de terror ante mujeres y niños en tierras (no tan) lejanas, y nos preocupa el estado del paquete que debíamos recibir.

Espero que en unos años nadie en Europa tenga que recordar con nostalgia cuando todavía se escribían cartas, se aportaban detalles o se optaba por quedarse en lugar de invitar a marchar. Al fin y al cabo, no estaríamos ante el olvido de las escuelas helenísticas, sino ante el ocaso del sentimiento capaz de generar verdadera felicidad.

Pablo Javier Torres Méndez es graduado en Derecho y Ciencia Política, estudiante del Máster en Derecho Europeo en el College of de Europa (Brujas, Bélgica)

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