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MÚSICA

La historia nunca antes contada sobre las entrañas del FIB

Joan Vich empezó a trabajar en el festival como camarero y se despidió 25 años después, siendo codirector. En Aquí vivía yo (Libros del KO, 2022) reúne un puñado de anécdotas de backstage e interesantes reflexiones sobre el negocio de la música en el siglo XXI

26/05/2022 - 

CASTELLÓ. Trabajar en la producción de un gran festival tiene un puntito masoquista y extrañamente adictivo. Es una fiesta… pero de cortisol. A la falta de sueño, el cansancio acumulado y el estrés punzante por los continuos imprevistos, hay que añadir kilómetros diarios de carreras con alforjas -el walkie, el móvil y los papelorios, siempre en ristre- y el peaje de lidiar con demasiados egos inflados.

Después de meses de planificación minuciosa en una oficina con aire acondicionado, la realidad se impone sin clemencia cuando llega la hora de la acción. Un artista pierde el avión; otro llega a tiempo al recinto, pero amenaza con no tocar porque no se le ha concedido un capricho absurdo (o porque esa mañana ha encontrado una mosca en la sopa, o porque cuando era pequeño su mamá no le quería… vete tú a saber). Puede que caiga un diluvio universal, se lleve medio escenario por delante y haya que organizar un plan de evacuación de urgencia. El principal reto para los que toman las decisiones al otro lado de las trincheras -los “alcaldes” de esa microciudad efímera de carpas, señalética plastificada y oficinas con mobiliario funcional que todos conocemos como backstage- es mantener la cabeza fría, demostrar liderazgo y tratar de que al otro lado de la valla todo siga su curso y el público disfrute ajeno a los problemas internos.

Claro está que no todo el mundo sirve para este cometido. Por eso, el mercado de los trabajadores cualificados y con experiencia en este tipo de eventos está muy cotizado. Joan Vich empezó a trabajar en el FIB en 1995 como camarero, y se despidió de él en 2019 siendo codirector. En este periodo de 25 años ejerció también las funciones de coordinador de la zona de prensa y responsable de contratación de artistas. Fue la progresión natural de una persona con un alto sentido de la responsabilidad, capacidad de decisión y, sobre todo, un talento especial para mantener la calma en situaciones extremas. “Creo que eso era lo único que hacía bien DE VERDAD”, nos dice este mallorquín, que a su vez es cofundador de la agencia de management Ground Control, coordinador de conferencias del Monkey Week y cronista musical.

Hace tan solo unos días, Joan se estrenó como autor editorial con una recopilación de anécdotas y reflexiones de sus años en el Festival Internacional de Benicàssim. Él define estos relatos -reunidos bajo el título Aquí vivía yo (Libros del KO, 2022)- como una “crónica emocional”, aunque hay que decir que el libro admite otros planos de lectura. Aquellas personas que hasta ahora sólo han conocido los festivales desde la perspectiva del público disfrutarán con las divertidas historias y las curiosidades que cuenta Vich sobre el paso de algunos artistas por el festival; pero también podrán asomarse por la mirilla al trabajo que se desarrolla detrás de las bambalinas. Para otro tipo de lectores (periodistas, por ejemplo), es muy valioso este testimonio de primera mano sobre los entresijos del negocio musical y la verdad, ahora desclasificada, de cómo y por qué entró en crisis un festival pionero en España, que asfaltó el camino a todos los que vinieron detrás.

Compañerismo

En los grandes festivales -el FIB llegó a superar el centenar de artistas programados y los 50.000 asistentes diarios-, a veces se bordea el caos, aunque rara vez se cae en él. Al final todo sale adelante gracias a la acción coordinada de un grupo multidisciplinar de trabajadores extra motivados -la mayoría de ellos son muy aficionados a la música-. El subidón dopamínico que genera la resolución de problemas de forma colectiva, sumado a la emoción contagiosa del público que disfruta de los conciertos a pie de escenario, consigue disipar asombrosamente rápido todas las calamidades que lleva aparejadas este tipo de trabajo. “Hay una edad para todo, y yo ya no estoy para el frenesí, el estrés, el agobio, las malas condiciones y la falta de sueño que supone un festival -confiesa Joan Vich-. Lo que sí echo de menos es la amistad y la sensación de comunidad y de familia. Para mí era muy importante sentir que estaba trabajando con amigos y que estábamos haciendo felices a miles de personas”.

Joan empezó a escribir los primeros apuntes para este libro en otoño de 2019, cuando se consumó definitivamente la disolución de la empresa Maraworld, organizadora del festival desde sus inicios, tras la adquisición del festival por parte de la promotora The Music Republic, propietaria de citas masivas y mucho más comerciales como el Arenal Sound.

El relato comienza en aquel velódromo de Benicàssim donde, allá por 1995, unos jóvenes empresarios madrileños -Luis Calvo, Joako Ezpeleta Jose y Miguel Morán- pusieron los cimientos de la cultura de festivales en España. Vich señala con orgullo los mayores logros del FIB; entre ellos, que fuese capaz de vencer las reticencias del público indie más purista hacia la música electrónica. Ayudó el hecho de que los inicios del festival coincidieran con la explosión comercial de géneros como el big beat, el trip-hop y el drum & bass. Es decir, fueron los años dorados de Chemical Brothers, Portishead, Tricky, Massive Attack y Orbital.

Uno de los secretos del éxito del festival fue que los artistas internacionales actuarán de forma voluntaria como embajadores del FIB. Era el festival más divertido y en el que más se mimaba al artista en todos los aspectos. Barra libre, cachondeo y una piscina iluminada en el backstage (donde alguno que otro casi muere ahogado, como Steward Henderson de The Delgados). La fama de festival de categoría cinco estrellas se materializó de muchas maneras. Por ejemplo, el grupo de indie-pop escocés Belle and Sebastian, que hasta 2001 tenían como norma no tocar en festivales, cayó rendido a los encantos del festival mediterráneo. Tanto se involucraron, que fueron ellos y sus compatriotas Mogwai los que iniciaron la tradición del partido de fútbol de artistas frente a periodistas.

Björk, 1998

Vich no duda en cuál es el mejor concierto de la historia del festival. Fue el de Björk en 1998, cuando la artista venía de publicar sus primeros tres discos en solitario. “Aquel concierto fue una delicia de principio a fin. Acompañada por Mark Bell (de LFO) y con una sección de cuerda de la Icelandic String Quartet, fue interpretando sus éxitos con un dominio absoluto de los matices (...) La conexión entre ellos era mágica, una representación única en la que se unía lo divino y lo humano, la luz y la oscuridad, una elfa del norte y un diablo del sur”, recuerda. Fue también uno de los escasísimos casos en los que la organización accedió a conceder el bis que reclamaba el público (el cumplimiento de los horarios en un festival serio es una religión).

Más conciertos para los anales, según Vich: Jon Spencer Blues Explosion en 1999, cuando la banda estaba en la cima de su carrera y presentaba el disco Acme Plus, y Amy Winehouse en 2007. También es muy reseñable que el FIB fuese el primer festival que trajo a España a Tame Impala cuando apenas se les conocía. (Hablamos de 2011 y su caché fue de 6.000 euros, una cantidad que creció exponencialmente poco tiempo después).

No hay ascensión sin caída

 La decadencia comenzó cuando el empresario Vince Power compró el FIB a los hermanos Morán y utilizó sus cuentas -hasta entonces boyantes y saneadas- para apuntalar otras inversiones deficitarias. “Teníamos al enemigo en casa”, se apunta en el libro, donde se le define como “un personaje de novela, un hombre rudo y hecho a sí mismo que inició su carrera vendiendo muebles de segunda mano y acabó dirigiendo festivales de Reading y Glastonbury y levantando un imperio que dominaba el mercado británico a principios del siglo XXI”. El empresario irlandés, antecesor del último director del festival, Melvin Benn, desangró al festival hasta llevarlo al borde del concurso de acreedores en 2013, que fue la edición en la que más cerca estuvo de no celebrarse.

Toda esta situación llevó a un drástico recorte de presupuesto -un millón de euros menos en contratación artística y más de un 20% en recorte de producción-, en un contexto de competencia feroz y cachés desorbitados en el mercado. Llegó un momento -que todavía perdura- en el que pagar medio millón de euros a un grupo era ya algo bastante normal. Dentro de España, esta atmósfera condujo a una “guerra de festivales” que tuvo dos momentos clave: 2004, cuando se celebró Primavera Sound y Festimad durante el mismo fin de semana, y 2008, cuando se produjo el “duelo suicida” entre el FIB y el Summercase.

El lector descubrirá en estas páginas muchas más anécdotas inéditas. En la mayoría de ellas, Vich se sitúa a sí mismo desde la posición de observador o la de actor secundario. “Me gustaba enfrentarme a mi trabajo como si fuera Ellwood, el mayordomo de Evelyn Waugh: discreto, eficiente, casi invisible”, explica. A pesar de su condición de melómano empedernido, tampoco cayó nunca en las fauces de la idealización fanática de sus ídolos. “Una cosa buena de este trabajo es que te enseña a disfrutar de la música sin necesidad de conocer o de que te guste la personalidad del artista. Sigues teniendo ídolos, pero al haber visto a muchos de ellos de cerca, ya te da un poco igual conocerlos”.

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