VALÈNCIA.Desgraciadamente los ciudadanos de este país se han familiarizado, desde aquel fatídico 29 de octubre, con los nombres de los pueblos de gran parte de la provincia de Valencia: Alfafar, Aldaia, Algemesí, Benetússer, Catarroja, Chiva, Massanassa, Paiporta y Utiel, entre otras decenas de ellos. Y muchos periodistas de la propia provincia han tenido ese mismo conocimiento, sobrevenido, con las alcaldesas y alcaldes de los municipios afectados. Salvo que tu negociado sea el de la política, y en concreto las políticas comarcales, quien dirige los designios de esta u otra localidad no suele ser objeto de interés de manera habitual, más allá de que sobresalgan en sus partidos o en la Diputación, claro.
Así que Adsuara, Luján, Sanchis, Sanz, Silvent, Fort, Comes, Albalat o Gabaldón, entre otros, emergieron y se convirtieron, muy a su pesar, en las caras visibles de la gestión de la tragedia. Ante la feroz incompetencia e inutilidad de unos, y la incomparecencia y la dejadez de los otros, quienes ostentan la vara de mando aparecieron y dieron la cara.
Y lo hicieron desde el principio. Desde aquellas horas de angustia, en las que luchaban porque alguien les hiciera caso. Sin entender lo que estaba sucediendo, apenas podían ejercer de primeros ediles, y mientras se mantuvo la cobertura, hicieron lo que pudieron. Como sus policías locales y demás personal que, en muchos casos, se jugaron la vida para salvar la de los otros.
Luego llegó el día después. La jornada de la desolación, la de los escenarios apocalípticos, la de cadáveres en las calles, la de la gente atrapada en sus viviendas, la de pilas de coches, la del barro, la de bajos y plantas bajas arrasadas. Y ellas y ellos, con sus equipos, matándose a salvar a los suyos, a darles explicaciones, a clamar por ayuda, a pedirla por todos los flancos. Pero el día después, la jornada de desolación, la de los escenarios apocalípticos, se repetiría al día siguiente, y al otro y al otro. Y ellas y ellos lloraban, sin pegar ojo, indignados y desolados. Y lo siguen haciendo. Al enviar este escrito, quedan un par de días para que se cumpla un mes de la tragedia, y se siguen sintiendo abandonados. Casi olvidados, por sus instituciones. No por la gente, esa que aleccionó al sistema con su solidaridad.
Esa sensación de dejadez que vivieron, que viven, tiene, también, mucho que ver con la comunicación. La que apuntaba Alfons García, en un artículo en el diario Levante-EMV, en el que señalaba a los que no habían sido capaces de decirles a los municipios afectados, con la solemnidad necesaria, que esta es una catástrofe de una magnitud desconocida, que va a costar y va a ser una tarea de años. Tal cual. Aunque, viendo lo empáticos que son algunos de los responsables de la gestión, es misión imposible que pretendamos que sean capaces de liderar o de «reconfortar», que diría alguno, uno en concreto.
En contraposición, como una suerte, si se permite, de antagonistas, están los primeros ediles. Ya, per se, desbordados de competencias, asfixiados por la ausencia de una financiación local actualizada y sensible a sus necesidades, carentes de tener un referente en su capital de provincia, esa que siempre les ha mirado, gobierne quien gobierne, con desdén, casi con el mismo desprecio que se desprende de los que mandan en Madrid hacia el resto de territorios que no tengan suficientes escaños en el Congreso. Así, seguramente, se sienten sobre todo en los pueblos del área metropolitana con respecto a València, y tras la tragedia, así se sienten con la Generalitat y también con el Gobierno.
Esos, entre los que hubo algunos, más avezados que los responsables de las Emergencias en la Generalitat, que decidieron suspender clases, evitando así una barbarie. No fueron todos, cierto, pero sí algunos que decidieron mandar a casa a sus trabajadores, como el presidente de la Diputación de Valencia, Vicente Mompó, alcalde, también, en este caso de Gavarda. Él fue camino de Utiel mientras su jefe ventorreaba, él vio los tornados, él avisó a su presidente de que había que tomar medidas. Y no sigo, porque esto se supone que tenía que ser una especie de oda a los que estuvieron, están y estarán en primera línea. Donde las siglas no son tan trascendentes. Y en este duro episodio se ha podido comprobar, con gente de ese partido, del otro y de otras formaciones, que han colaborado todos juntos en medio del abrasador dolor.
Y eso se nota y se ha notado. Ganándose el respeto de ese vecino jodido por todo lo que ha perdido, incluso, el respeto, puede, de quien ha perdido a uno de los suyos. Seguro que el respeto de quien se imagina que, siendo de Picanya hubiera ido a Torrent a por su hija al cole a la hora de siempre, lo que hubiera, probablemente, traído pesadillas. Menos mal que la primera edil tomó una decisión que salvó vidas. Y sin duda, el mejor termómetro del respeto conseguido por su gente es que no han sido increpados. A estos munícipes no hay quien les haya llamado asesinos o pedido su dimisión.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 122 (diciembre 2024) de la revista Plaza