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La Inquisición ante un posible delito de solicitación cometido en el monasterio de la Santa Faz en 1736

20/02/2022 - 

ALICANTE. El 30 de agosto de 1622, el Papa Gregorio XV, mediante la bula Universi Dominici Gregis, estableció que serían severísimamente castigados en el Oficio de la Santa Inquisición todos los sacerdotes “que intentaran solicitar o provocar a cualquier persona a realizar actos deshonestos entre ellos, o con cualesquiera otros en el acto de la confesión sacramental […] o bien sin que se dé la ocasión de confesar pero en el confesionario o en cualquier otro lugar en el que se oyen confesiones sacramentales, o se elige para oír la confesión y se finge que allí mismo se está oyendo, o tuvieran con dichas personas conversaciones y tratos ilícitos y deshonestos”. El jesuita Antonio Escobar, contemporáneo de Gregorio XV, lo dejaba claro: “todos los confesores que solicitan en la confesión a sus penitentes, hombres o mujeres, a actos torpes, pecan sacrílegamente y deben ser denunciados al Santo Oficio de la Inquisición”. Considerada un ilícito canónico desde comienzos del siglo XIII, el hecho de atribuirse su conocimiento al Santo Oficio a partir de 1622, confiere especial interés a este delito canónico.

Un documento conservado en el Archivo Histórico Nacional y que contiene las declaraciones de dos religiosas y del confesor del “convento de Monjas de Santa Faz, Huerta de Alicante”, realizadas a mediados de 1736, nos permite conocer la existencia de un posible caso de solicitación en este monasterio alicantino. Se trata de la alegación del inquisidor fiscal de Murcia dirigida al tribunal del Santo Oficio de València, órgano creado en 1481 y suprimido definitivamente en 1834.

Veamos qué pasó de la mano de los protagonistas de esta sórdida historia conventual. Todo comenzó con la denuncia que, mediante carta de 13 de mayo de 1736, presentó sor Clara María Quinza, religiosa “en la ciudad de San Phelipe (Xàtiva)”, de 26 años y que posteriormente ratificó ante fray Francisco Sitges, mercedario y calificador del Santo Oficio. Según la religiosa, por el mes de enero, encontrándose fray Esteban Espuig (o Espuche) de peregrino en el convento de la Santa Faz y tras conversar con él en el locutorio, con el consentimiento de ambos “pasaron al confesionario que llaman del confesor ordinario”. Allí “hablaron algún rato sobre cosas que la pasaban de disgusto en la religión”, cuestiones respecto de las que la religiosa manifestó recibir “buenos consejos” del confesor. Sin embargo, las intenciones del sacerdote eran otras, pues acto seguido y según la declaración de sor Clara, aquel le preguntó si estaría dispuesta a hacer “dos cosas a su cuenta quando estuviera acostada en la cama y si le quería dar un beso”. Al oír esto, la religiosa “se apartó y se fue del confesonario”, sin saber “qué eran las dos cosas” a las que se refirió el sacerdote. Los hechos se repitieron de nuevo en febrero, con ocasión de volver a confesar la religiosa con fray Esteban y tratar con él, el mismo asunto “de los disgustos que tenía dentro de la religión”. A los dos o tres días, la conducta del acusado subió de tono, en esta ocasión los hechos tuvieron lugar en el locutorio, donde en presencia de la religiosa, el sacerdote “se descompasó en algunas palabras deshonestas y practicó algunas acciones torpes consigo mismo”.

Ante la gravedad de las acusaciones, consta en la causa que la religiosa se ratificó en su declaración ad perpetuum y el comisario informó favorablemente a cerca de “su honestidad y crédito”. Por motivos que no constan, las pesquisas se interrumpieron durante un tiempo, hasta que, un 24 de abril (no sabemos de qué año), el acusado, siendo ya vicario del monasterio de la Santa Faz “se delató voluntariamente en el tribunal de Murcia”, prestando declaración ante un comisario.

La declaración de fray Esteban, lejos de aclarar lo ocurrido con sor Clara, introducirá una nueva protagonista en la historia: “sor Mariana Orts, religiosa lega” del monasterio de la Santa Faz. Según el fraile, mientras la escuchaba en confesión, sor Marina le pidió que “se interesasse con otra religiosa para que le vendiesse una celda”. Ante las excusas del confesor para no intervenir en dicho asunto y según su declaración, sor Mariana “empezó a hablarle con palabras amorosas” y diciéndole que seguro lo haría si se lo pidiera otra y que no lo hacía por ella “porque no la quería”, pese a saber que “le estimaba mucho ella”. El confesor le contestó “es posible”. Parece ser que a ruegos del sacerdote pasaron al locutorio del convento, donde continuaron conversando.

Allí y según la declaración del propio acusado, la conversación subió de temperatura. Ante la curiosidad del confesor, sor Mariana le manifestó que con ocasión de celebrar él misa en la clausura conventual, “al darla a besar la mano había tenido intención ella de darle un bocado”, a lo que el fraile le dijo que de haber ocurrido eso él “la huviera puesto la mano en los pechos”. Al escuchar esto, la religiosa “se sonrió y empezó a dar suspiros”. Fray Esteban le preguntó qué tenía y sor Mariana le contestó “que una gran passion de ánimo”. Según la declaración, el religioso “alucinado” y “con la vana curiosidad de saber lo qué tenía la dixo dos o tres vezes que dixera lo qué tenía y si era algún movimiento”. Ante la pregunta del confesor la religiosa “no se explicó directamente”, pero para el reo confeso no había duda de que sor Mariana “dio a entender por los suspiros y ademanes que tenía algunos movimientos sensuales”.

Ante la gravedad de los hechos, el Santo Oficio, a través del comisario de Cádiz tomó declaración a sor Mariana, de 28 años. La religiosa reconoció haber comentado con fray Esteban, estando en el confesionario, el tema de la venta de la celda por “la otra religiosa” (no queda claro si se refiere a son Clara María). También que después de esto el confesor “la dijo algunas palabras”. Al pedir el comisario que concretara de qué palabras se trataba, la religiosa declaró “amorosas, tocantes a la naturaleza”.

Al parecer, los instructores solicitaron realizar algún registro (se supone que en el monasterio, aunque no se concreta), lo que finalmente no se llevó a cabo para impedir “se causase nota entre las religiosas y evitar algún escándalo por estar el convento dividido en parcialidades”.

Más allá de lo sórdido del asunto investigado por el tribunal valenciano de la Inquisición, las declaraciones de los testigos y del propio acusado, dejan entrever algunos de los problemas que afectaban a la vida monacal en el cenobio verónico de la huerta alicantina, durante la primera mitad del siglo XVIII. No parece que las religiosas clarisas vivieran bajo el espíritu de la fraternidad. La venta de celdas revela la existencia, dentro de la clausura, de diferentes clases sociales entre las monjas y la codiciado de unos espacios que garantizaban mayor grado de intimidad y confort. La actitud del confesor y la de sor Mariana, revelan conductas muy alejadas de lo que las reglas religiosas imponían a uno y otro. ¿Falta de vocación? ¿Vida disoluta? Quizá un poco de todo. Pese a todo, sor Mariana Orts profesó en 1757 como monja de obediencia. Por otro lado, me pregunto cómo afectaría lo ocurrido a sor Clara María, que a sus 26 años, además de no encontrarse a gusto en la comunidad de clarisas de la Santa Faz, fue víctima de la conducta licenciosa del fogoso confesor. ¿Marchó por todo ello a Xàtiva? ¡Cuántas historias habrán sucedido en el interior de los espacios conventuales!

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