Hablé con Carlos Rodríguez, el joven de Torrevieja que ha sacado la máxima nota en la última Selectividad, 14 sobre 14, después de atravesar todo el Bachillerato en un acorazado de dieces. Y me explicó que no todo es ciencia aplicada y derecho constitucional. Que hacen falta investigadores como Francis Mojica que encuentren resquicios en la progresiva oxidación que conduce a la muerte. Que son necesarios los astronautas como Pedro Duque que den explicaciones a nuestra infinitesimal presencia en el universo. Que nunca sobran einsteins, ni hawkins, ni flemings que mejoren nuestra existencia o contribuyan a alargarla hasta el máximo. Pero que también hay que alimentar el arte. Carlos no quiere ser científico ni ingeniero. Quiere escribir musicales y estrenarlos en la Gran Vía. Y a uno siempre le ha parecido que la salvación dela Humanidad pasa por el off-Broadway, los rodajes de Hollywood, los parterres de tinta de Gutenberg y las fotografías de restos de la Grecia clásica.
Es más importante de lo que parece la determinación de este muchacho de Torrevieja, al que en su instituto ya le advirtieron de que se dejara de pamplinas. Es la deriva que ha tomado todo el cuadro de mandos de la Educación,en todos los ámbitos y en todos los países. Cualquier estudio académico que se precie debe tener una aplicación práctica a su conclusión. Es la obsesión por la productividad de quienes consideran las vocaciones famélicas –escritor,artista, cómico, añadan la que quieran- como guarniciones del plato más consistente, que siempre pasa por levantar un puente, tratar la dermatitis o calcular el peso molecular del último átomo de Marte. Y naturalmente que es así. El ser humano avanza gracias a los progresos científicos. Pero buena parte de ellos se deben a la imaginación. El relato de la manzana y Newton hila la realidad con una fantasía que luego se convierte en realidad. Y la imaginación es legado exclusivo de las Humanidades, esas disciplinas que se han convertido en desahucios de Bolonia, en la letra pequeña de los contratos con los que se están forrando las universidades gracias a los másteres y los posgrados.
Carlos quiere ser dramaturgo y a casi todos nos sorprende. Quiere, en realidad, rellenar los espacios huecos que dan un respiro a quienes se pasan todo el día trabajando para nutrir la productividad. Tampoco es que un título alimente, especialmente en un país que ha visto cómo una buena parte de sus jóvenes debe marcharse al extranjero a poner en remojo las lentejas. Hemos extendido la esperanza de vida hasta casi los cien años, pero nadie nos dice cómo debemos minutar nuestro ocio. Salvo con el auge de las series de televisión. Porque no solo se trata de comprender mejor el mecanismo humano. De aprender de nuestros errores para casi nunca corregirlos. De estimular la reflexión y la búsqueda de conocimiento. Ni de desbrozar a machetazos el camino que conduce a la Belleza en mayúsculas. Se trata de apartarnos aunque solo sea por un momento de los desaires que nuestro culto a la productividad y al empleo bien remunerado son capaces de generar. Y para eso, donde esté un musical, que se quite el trankimazín.
@Faroimpostor