Kiko Martínez soñó una vez con ser futbolista. Y dice que no se le daba mal, con esa seguridad que tienen los que practican deporte desde siempre y añaden a su mayor o menor talento una capacidad física que les sitúa por encima de los demás. Sin embargo, un gimnasio se cruzó en su camino. Y probó, falló, acertó y acabó descubriendo que tenía unos puños forjados para la demolición de edificios. Y, sobre todo, que infligían más daño del que él sentía cuando le devolvían los golpes. Así es como, poco a poco, soñó con ser campeón. Boxeador se le quedaba corto. Campeón. Este fin de semana ha vuelto a conseguirlo. Campeón de Europa del peso pluma tras batir a los puntos a Marc Vidal. Cuentan los clásicos -en el boxeo no hay crónicas que no sean clásicas- que nadie sabe cómo Vidal fue capaz de resistir hasta el último asalto.
Hasta aquí, la historia de Kiko podría no ser más que otro capítulo de la épica de los deportistas individuales. Un chico modesto, de Torrellano, que logra coleccionar cinturones de campeón como quien colecciona atardeceres en Instagram. Fue campeón de Europa del peso supergallo. Y también triple campeón del Mundo. Ahora, en una categoría superior, vuelve a hacerse con el cetro continental. Sin embargo, la novela que Kiko lleva dentro no se narra desde la épica. No es Rocky. Tampoco desde sus vivencias personales fuera del ring, porque no es Jack Toro salvaje LaMotta. Ni, mucho menos, por sus derrotas. En un deporte como el boxeo, sin términos medios, en el que los empates anulan el combate, generalmente lo que nutre los relatos habituales son los puntos de partida y los destinos finales. En la carrera del púgil ilicitano, lo que verdaderamente importa es el itinerario, como en un buen viaje en tren. De los de antes. Kiko es un gran boxeador, uno de los mejores que se han subido a un cuadrilátero en este país. Es lo que soñó. Pero lo que deberíamos ver los demás es que es un magnífico equilibrista que aprendió a caer sin red. Y un maestro en levantarse como nadie, en el centro de la pista, sin más compañía que las fieras.
El pasado sábado, según las crónicas, Kiko salió otra vez a ganar. Desenfundó sus dos puños, alternó las dos manos como dejando que respiraran tras cada impacto y acabó arrinconando a su rival hasta la campana final. Ganó. Pero lo verdaderamente importante es lo que sucedió antes y después de la pelea. Que es, exactamente, lo mismo. Fe, resistencia y capacidad de trabajo. En la derrota, se deja arropar por los suyos y entrena, entrena y entrena. En las victorias, se deja arropar por los suyos y entrena, entrena y entrena. Sabe que los golpes llegan desde todos los lados, dentro y fuera del ring. Y que son inevitables. Pero eso no impide que abandone su camino, porque, al fin y al cabo, hasta los sueños están sembrados de tropezones. Si finalmente le conceden una calle en su pueblo, como piden sus vecinos, el palmarés será uno de los argumentos irrebatibles. Pero nadie debe olvidar que las mejores historias de boxeo se ambientan lejos de las doce cuerdas. Y ahí es donde Kiko es un campeón insuperable.
@Faroimpostor