La fase 2 es como el regreso de George Bailey a Bedford Falls tras su pesadilla angelical en ¡Qué bello es vivir!. Uno pasea de nuevo por lugares que habían quedado fuera del sistema solar y no le sale más que saludar como el personaje que interpreta James Stewart a su paisaje recobrado. Hola, vieja compañía de empréstitos. Hola, andén ferroviario de San Gabriel. Hola, montañas de sal de Santa Pola. Hola, Parque del Molino del Agua de Torrevieja. Salvo cuando la carretera serpentea paralela al mar. Ante el Mediterráneo, lo confieso, uno no puede más que enmudecer. Como si guardara todas las contraseñas de nuestro sistema neuronal. Como si nunca hubiera salido de nosotros. Como si disolviera en sal el encono visceral que se ha vivido durante este periodo en España. Como si gimiera solemne con cada ola por la pérdida de tantas vidas. El Mediterráneo, desde una altura y con el sol encajonándose en el poniente, es la madre que conoce todos nuestros secretos y angustias y calla y nos deja tropezar y levantarnos hasta que necesitamos su regazo. O su consejo. O su silencio. O el rugido de un rompeolas.
Otra cosa son las playas, que no tienen nada que ver con el mar. Uno comprueba, ante la progresiva desescalada, que playas, hoteles y bares son la esencia de un país que demuestra que quiere estar permanentemente en fuga. Parece lógico que durante un prolongado y forzoso confinamiento, no se piense en otra cosa más que en escapar de las cuatro paredes del cuarto, de la casa, de la oficina o del término municipal. Y es incluso comprensible que las administraciones activen la que es, se ha constatado, la industria más poderosa de este país, el turismo. La vida en la calle. La socialización y la vitamina D. Y más, a las puertas de un verano que aterriza, como canta Fito Cabrales, después de un invierno malo, de una mala primavera. Supongo que tras aplanar la curva sanitaria, toca foguear la económica. Y con la mayor celeridad posible.
Sin embargo, surgen dos problemas a este planteamiento. El primero consiste en pedir prudencia en plena desbandada. O, más exactamente, acatar la petición de que seamos conscientes de que al despertar, el dinosaurio continúa estando ahí. Nos corresponde a la ciudadanía, a todos, relajar nuestras costumbres y tradiciones, apartarnos de ese conservadurismo obsesivo-compulsivo de retomar cuanto antes lo que otros quieren cambiar. Somos un país que progresa por decreto, casi nunca por propia voluntad. Pero ahora nos corresponde engancharnos a un viento nuevo, con un rumbo desconocido, en el que no siempre podremos jugar a las palas a nuestro antojo, bailar en las verbenas de la urbanización o reunirnos para un botellón en un descampado de Tomelloso. Toca mascarilla, cuidado y distancia. La verdadera rebelión es amoldarnos a algo diferente.
El segundo problema es más peliagudo. Durante este periodo excepcional, la clase política, especialmente en los picos jerárquicos, se ha comportado mandan otros cánones. Cada cual el suyo, pero, mayoritariamente, lejos del que impone la vocación de servicio público. Y ante el lento fundido de los barrotes, vuelven a la prisa, a lo propio y a la inmediata legislatura. Nunca se ha demostrado más evidente que las instituciones deben usar catalejo. Blindar lo imprescindible. Renovar nuestras fuentes de ingresos, apostar por otra industria, repensar el asfalto. Adaptarse y, si es posible, anticiparse, a lo que sea que nos encontremos este otoño. Y en adelante, por los siglos de los siglos. Si no, volveremos a caer en las garras del implacable señor Potter. Y nuestro Bedford Falls particular, ese espacio en el que acolchamos nuestro confort, volverá a expulsarnos y se transformará, otra vez, en la infernal Pottersville.
@Faroimpostor