'Las campanas de Santiago' es el libro con el que regresa la autora de novela histórica más leída de nuestro país. Una aventura ambientada en la Reconquista, etapa que forjó la España moderna
ALICANTE. Tiene desde pequeña una gran pasión por la historia. "Creo que es gracias a un profesor fantástico que tuve en Bachillerato", recuerda. Aquel maestro supo inculcarle el deseo de saber, que nunca ha perdido y que después se tradujo, en lo profesional, en cursar la carrera de Periodismo como forma de diseccionar la historia contemporánea a medida que se produce. Algo que también se plasma en sus novelas. "Son para mí una manera de bucear en el pasado para contarlo de forma entretenida, atractiva y emocionante", describe. Lo que no tiene es pelos en la lengua. De hecho, dar su opinión libremente le llevó a estar perseguida por ETA durante una época que recuerda como una pesadilla, sobre todo para su familia. A pesar de ello, no se fue muy lejos de su tierra. "Soy una vasca exiliada en Asturias", confiesa. Conoce bien la Comunitat Valenciana y le parece un lugar increíblemente placentero para vivir, pero sus raíces le tiran más al norte. Es más de bosques, brumas y mares fríos. "Comprendo que soy rara", explica. Con todo, guarda muy buenos recuerdos de Alcoy, donde su amigo Jordi organizaba presentaciones de sus libros en el Círculo Industrial. La situación ahora es distinta. Su amigo Jordi ya no está y el coronavirus no da tregua para eventos, así que presenta Las campanas de Santiago en entrevista para Alicante Plaza.
— ¿Conviene recordar el pasado, la historia, para no estar condenados a repetirlo?
— Cada día constato con mayor pena y frustración que caemos una y otra vez en los mismos errores y que no aprendemos nada. No sé si es porque nos negamos a aprender de ellos o porque sencillamente desconocemos esos errores. Me temo que hay parte de ambas cosas, pero yo no dejaré de aprovechar cualquier oportunidad para recordarlos.
Entre todos los errores, hay uno que la historia se empeña en enseñarnos en vano, pero con una fuerza de piedra, y es que la unión nos hace fuertes y la división nos debilita. Eso, que es una constante histórica desde la antigüedad, no lo aprendemos y vamos una y otra vez a la fragmentación, la división, el enfrentamiento y la debilidad.
— ¿Se recuerda, olvida o manipula el relato en función del interés de quien manda?
— Por supuesto. Nunca en España habíamos vivido un momento de mayor manipulación y tergiversación de nuestra historia que ahora. Lo que están haciendo con la historia de España los nacionalismos, con el auxilio del Gobierno, es una vergüenza. Están reescribiendo la historia de España de forma sesgada, retorcida y falsaria para justificar sus delirios independentistas y lo están elevando al grado de Ley de Educación.
Proscribir el castellano, el español, la lengua común, como lengua vehicular de la enseñanza, es una barbaridad de tal calibre que, a partir de ahí, ¿qué vamos a pedir de la historia? Se enseñará que hubo un reino catalano-aragonés que nunca existió ni se llamó así, dirán que en el País Vasco eran independientes desde Adán y Eva, etcétera…
— El episodio de la historia que se cuenta en el libro infligió una humillación tan dolorosa a la cristiandad que se considera un detonante de la Reconquista…
— A finales del siglo décimo, el sepulcro de Santiago era ya un lugar de peregrinación que llevaba más de siglo y medio recorriéndose y que era todo un referente de la cristiandad. Santiago era patrón de España y su nombre se invocaba antes de entrar en batalla. Para los cristianos era su principal referente e incluso hasta su capitán. Por eso, arrasar la ciudad de Santiago, robarle al Santo sus campanas (que son su voz), obligar a los cautivos cristianos a cargar esas campanas hasta Córdoba para fundirlas y tratar de convertirlas en lámparas, constituyó una humillación tan profunda y sentida que se convirtió en un verdadero acicate para recuperar después esas mismas campanas, que volvieron mucho tiempo más tarde. Y es que aquello se constituyó como un referente de lo que había que vengar. Una afrenta que era obligado y necesario vengar y, por tanto, uno de los episodios cruciales de la Reconquista, que adquirió un enorme valor simbólico.
— Uno de esos pasajes casi desconocidos...
— Este, como tantos otros capítulos de la historia, es casi desconocido, sí. Hoy preguntas a un menor de cuarenta años sobre la Reconquista y nadie sabe nada. Se ha borrado la Reconquista porque parece que fue facha. Se han borrado cuatro siglos de epopeya nacional para recuperar un territorio que había sido parte de la estirpe romano-cristiana de Europa y que había sido islamizado a la fuerza. La islamización no fue pacífica ni cultural ni nada de eso. Fue brutal, como todo en esa época, por otra parte. No es que fuese algo excepcional.
Recuperar ese territorio a través de esa epopeya que hoy permite que estemos en la Unión Europa, en el mundo libre y democrático, es algo que se ha borrado de los planes de estudio porque parece que no interesa. Tenemos que sentirnos culpables de ser cristianos y haber recuperado la identidad previa a la islamización. Porque en el pensamiento políticamente correcto los cristianos son los malos. Sin embargo, yo nunca he pensado que en la historia haya buenos o malos. Pero si vemos dónde está hoy en mundo musulmán y dónde está el mundo cristiano, pues francamente, al margen de mi religión, que es asunto mío, prefiero formar parte del segundo. Esas raíces culturales y religiosas han dado lugar a desarrollos políticos y sociales radicalmente distintos y yo prefiero estar en la raíz cristiana.
— Los protagonistas, Tiago y Mencía, son gentes sencillas, víctimas de una guerra, pero dispuestas a mantener la esperanza en una época turbulenta. Salvando las distancias, recuerdan a esta Generación Z y Millennial del siglo XXI que busca la prosperidad...
— Efectivamente, a estas generaciones les ha tocado lidiar con dos crisis económicas, a cuál peor. Les ha tocado lidiar con una España que se gastó el presupuesto de cincuenta años en los años del boom y que no dejó nada para los que venían detrás. Están avocadas a una gran incertidumbre. Bien es verdad que cada generación ha tenido sus retos, pero yo me siento muy culpable porque la mía fue enormemente privilegiada. Mi generación heredó una España que se abría a la esperanza democrática y de progreso en todos los órdenes. Que vivió y apuró ese progreso, pero que ahora está dejando ruinas a las que vienen detrás, y me siento muy culpable por ello. Por ese mal uso que hemos hecho de esa oportunidad.
No lo había pensado de esa forma, porque nunca escribo mis novelas en clave actual. Sí defiendo en ellas valores imperecederos como el coraje, la persistencia, la valentía, la lealtad, el amor, etcétera. Pero tienes razón. Se puede interpretar así, y por tanto se puede extraer que no hay que perder la esperanza. Siempre hay un futuro para el que se lo trabaja y salir del cascarón tampoco es necesariamente malo. A veces el futuro no está a la vuelta de la esquina sino lejos, pero no por ello es menos luminoso. Te lo dice la madre de un emigrado que echa muchísimo de menos a su hijo y a su nieta, precisamente por todo esto.
— ¿Quién podría ser hoy en día Almanzor, el zote de la cristiandad?
— Lamentablemente, hay muchos. Eso sí, de su talento, ninguno. Almanzor fue un caudillo devastador para la cristiandad, pero de un enorme talento y, además, un gran mecenas de las artes. Fue un gran caudillo político y, con su talento, hoy en día no hay nadie, aunque sí se le asemejan muchos en su maldad y perversión.
Sí podría haber, además, otros paralelismos. En la época en la que se cuenta esta novela, la cristiandad está enfrentada en luchas intestinas. León acaba de vivir una guerra que ha dejado a varios magnates derrotados y que se han pasado a las filas del enemigo traicionando a su rey y a su fe, sirviendo de guías y de aliados a Almazor en sus expediciones de saqueo y conquista. Ponle nombre hoy a eso. Ponle nombre a quien trabaja contra España y contra el interés general de los españoles, a beneficio de nuestros enemigos. No hace falta rebanarse los sesos para encontrar paralelismos en nuestro arco parlamentario.
— Pero traidores ha habido siempre...
— Sí, y yo en mis crónicas periodísticas en ABC hablo de los traidores actuales, mientras que en mis novelas hablo de los traidores del pasado. El concepto de traición sigue siendo el mismo antes y ahora. Igual que el concepto de lealtad. Y, por cierto, en ese sentido, cada vez se practica menos el valor de la palabra. Cada vez vale menos.
— En la novela se cuenta además una guerra cultural que es incluso actual.
— Siempre hay una guerra cultural que precede a la guerra militar. Las guerras con armas, la violencia, tiene que justificarse de alguna manera, y ahí es donde entran en juego las guerras culturales. No hay nada nuevo bajo el sol. Una de las cosas fascinantes de la historia es que te das cuenta de eso. Por eso es tan importante conocerla. Cambian las formas, los vehículos, la ropa y lo superficial, pero el fondo no cambia. Las pasiones del alma humana siempre son las mismas. No hemos evolucionado mucho desde sapiens hasta hoy. Nos creemos que somos muy diferentes de lo que fueron nuestros antepasados, y no lo somos.
— Decían recientemente Borja Sémper y Eduardo Madina, en Onda Cero, que no ha habido todavía una generación que esté a la altura de la del 78... pero, ¿cuánto más podremos esperar a una nueva generación brillante que nos saque del pozo?
— Estoy completamente de acuerdo. El que vale, hoy en día no quiere meterse en política porque es un barrizal, un lodazal. Si te metes ahí, salvo que seas de Podemos, donde todo está permitido, te van linchar. Si yo ahora tuviera 25 o 30 años, me dedicaría a cualquier otra cosa que no sea la política. A mis hijos les decía que hicieran cualquier otra cosa menos política, y menos en España, porque es lamentable. Desgraciadamente, en la política ya no se valora ni el coraje, ni la iniciativa, ni la formación ni nada. Solo la sumisión y la obediencia.