Probablemente, la Navidad es el momento más paradójico del año. A todo el mundo le gusta algunos de sus aspectos; todo el mundo odia alguna de sus facetas. Este año, en el que la pandemia nos trae a Papá Noel enmascarado y aherrojado a un carrito de transporte como el Hannibal Lecter de El silencio de los corderos, parece que nos estén robando la sangre para transfundírsela a un ejército de caminantes blancos. En realidad, algo de eso hay, pero no del todo. Cada uno de nosotros sabe que cenar con toda la familia no es el mejor plan del que podemos disfrutar. Algunos odiamos el consumismo y otros, la cantinela de los niños de San Ildefonso. Algunos conservamos la ilusión de los regalos de Nochebuena y otros pasamos semanas practicando el menú del día 25, que nunca podrá mejorar el cocido de una madre ni las croquetas o la ropa vieja de la semana posterior. Hay quien olvida presupuestar la iluminación de las calles el año en que se puede pasear y monta un belén gigante al siguiente, cuando la movilidad extraprovincial está restringida. No es fácil amar la Navidad. Es tan difícil como odiarla.
Las fiestas vienen este año envueltas en una pantalla antibactericida de metacrilato. Medio planeta se estremece. Y en Alicante, en la provincia, aún más, porque la cosa afecta al bolsillo. Llevamos años vendiendo muchas cosas. Entre ellas, que somos la provincia de la Navidad. No nos hace falta ni echar mano de la tradición que dice que es San Nicolás el que embarca aquí para repartir los regalos entre los niños del norte de Europa. Somos la provincia del turrón, de los juguetes, de la uva embolsada y de la Cabalgata de Reyes más antigua de España, que, por supuesto, se celebra en Alcoy, capital universal de las efemérides. Somos además, el rincón planetario con mejor tiempo en pleno invierno, al menos hasta que Jorge Olcina nos avise de lo contrario. A fuerza de placidez, no tenemos ni mareas en el Mediterráneo.
Este año, sin embargo, al que va a haber que referirse en el futuro como aquel del que nunca hablamos, hasta los datos del aeropuerto de El Altet nos indican que todo va a ser diferente. Y quizá por ese motivo nos empecinamos en que todo sea igual. O quizá porque sabemos de antemano que a Carlos Fabra le va a tocar la Lotería de Navidad. Pese a las muertes, pese al desempleo, pese a los cierres, pese a que la ausencia de turistas ha logrado que en cualquier rincón habitualmente transitado de Benidorm resuene nuestra voz con eco. Vale, lo aceptamos. En el fondo, no es más que una muestra de lo poderosa que es la ilusión que alimenta a los renos lapones y los camellos de Oriente. Pero esta misma ilusión es tan íntima como la receta de un buen arroz o la fe en una religión monoteísta. Así que apliquémonos. Mantengamos viva la llama de la Navidad. Volvamos a soportar los villancicos de Mercadona y logremos que Mariah Carey vuelva a colgar su hit en el número uno de ventas. Pero hagámoslo desde casa, donde podemos conectarnos a una teleconferencia múltiple y soñar por un momento que volvemos a estar todos juntos con nuestra alma infantil a flor de piel. Lo único que no podemos hacer en intimidad es el ridículo en una comida de empresa. Eso que hemos ganado.