El elefante en una habitación que visualizó Krylov en 'El hombre inquisitivo', y que no sabemos si se negó a hablar de él (aunque cabe suponer que no, puesto que la metáfora la recogieron luego Dostoievski y Twain), ha hecho fortuna como expresión popular en el campo de la psicología para referirse a la elusión consciente de un problema. Es decir, dado que es imposible no ver que hay un elefante en la habitación, si nadie dice nada es porque lo están evitando. Esta metáfora, que suele aplicarse al análisis de problemas ocultos, pero no tanto, en las relaciones personales, se ha trasladado también al campo de la economía.
Cierto es que en la mayoría de las ocasiones los economistas se dedican, como decía con retranca mi profesor de Economía en la Universidad de Alicante, a explicar a posteriori por qué fallan sus predicciones, pero en la actual coyuntura hay un puñado de elefantes (están cerca de ser una manada) que se nos están colando por las ventanas y nos negamos una y otra vez a hablar de ellos. En realidad, estamos colaborando activa y animosamente en generar la necesidad de explicar luego por qué las cosas no salieron como estaban previstas. Dado que no hablamos de ellos, no nos sentimos obligados a hacer nada al respecto, y los elefantes harán lo que hacen los elefantes cuando entran en una habitación, sea esta o no una cacharrería.
Uno de los paquidermos más grandes de nuestro cuarto se llama moratoria concursal. Un Gobierno que cree que para evitar los despidos basta con prohibirlos en un decreto (un pensamiento mágico que la realidad se ha encargado de tumbar, como nos contaba Alberto López en este interesante artículo hace unos días) ha decidido hacer otro tanto en el caso de los concursos de acreedores. Si no obligamos a las empresas en problemas a declararse en concurso, nadie lo hará. Problema resuelto, que pase la próxima crisis.
Lo realmente triste del asunto es que el concurso de acreedores, un nombre mucho menos inquietante que la antigua 'suspensión de pagos', se ideó precisamente para que las empresas con problemas puntuales pero con un modelo de negocio sólido (o una idea para conseguirlo plasmada en el plan de viabilidad) tuvieran una oportunidad de salir adelante, en vez de sucumbir a una tensión puntual de caja. El concurso no se pide, o no debería, cuando ya no se puede hacer nada por la empresa y simplemente queda cerrarla, sino precisamente para evitar llegar a ese punto e intentar salvarla antes. La moratoria concursal, desde este prisma, se anula a sí misma: si la empresa es solvente más allá de una tensión puntual provocada por la pandemia, no debería temer pedir el concurso (es más, debería estar ansiosa por hacerlo). Y si el problema de la empresa va más allá de la covid, el concurso o la ausencia del mismo no va a cambiar nada.
La premisa es falsa. Todos estos meses con la obligación de pedir el concurso cuando se conoce la insolvencia de la empresa (dos meses) suspendida no solo no habrán salvado a ninguna mercantil con problemas derivados de la pandemia, sino que han permitido sobrevivir artificialmente a un puñado de lo que se ha dado en llamar 'empresas zombis'. Empresas que, como deberían haber quebrado de forma natural hace un año y no se permitió, van a arrastrar consigo a un montón de proveedores y clientes que han seguido trabajando con ellas sin saberse el niño de El sexto sentido. Si el 14 de marzo se prorroga la moratoria, solo conseguiremos que el elefante siga ganando peso antes de abrir la puerta de nuestra habitación.
No lo digo yo, lo dicen un informe del Banco de España y todos los expertos en la materia que ha consultado este diario en los últimos meses. Dado que es imposible que no lo vean, ¿hablamos ya del elefante?