El pasado sábado, escuché la encíclica de la directora de un programa de radio que me fascina durante los tres minutos que suelo soportarlo. Es realmente hipnótico cómo ha podido convertir un tema apasionante, el turismo, los viajes, la aventura, en algo tan aburrido, tan servil con las administraciones, tan arcaico. Sin duda, tendría mucha mejor cabida en una cadena más episcopal, pongamos por caso, aunque incluso allí desentonaría con su cantinela de emisora antigua, de fósil radiofónico, de lectura sin editar de un parte dictatorial repleto de gerundios. Sorprende que sobreviva algo así en la era de los podcasts. Es como una película experimental de Andy Warhol, de esas en las que grababa ocho horas de sueño. Te atrapa al principio porque no te lo puedes creer, pero tres minutos después ya estás buscando un CD de Gustavo Cerati para recuperar el nivel idóneo de tensión arterial.
En su epístola, la directora del programa cargaba contra el Gobierno, que en un producto como el que dirige es como si Homero se hubiera pasado las primeras cien páginas de la Odisea quejándose de un concejal de limpieza de Esmirna. Pero, además, añadió que se acababa de aprobar una ley, no la nombró porque su mismo nombre le escuece en la lengua, pero se refería a la de la eutanasia, “que tanto había apenado a la gente de bien”. La gente de bien. Justo el tipo de expresiones que convierten su espacio en un folletín del siglo XIX que ni siquiera llegó a publicarse por carecer de calidad literaria. Dejé que corriera su voz hasta el siguiente punto y aparte. Cambié a Cerati y mientras sonaba Déjà vu, o alguna otra de sus genialidades, traté de pensar en qué consiste ser gente de bien, cómo puede uno alistarse en el bando correcto y qué nombre recibimos los que no nos entristecimos por la aprobación de una ley que pone al ser humano y sus necesidades en el centro del universo. La gente de mal.
La base del argumento que exponía esta señora está, naturalmente, en la religión. La ley de la eutanasia contraviene los preceptos que dejan en manos de Dios las decisiones sobre la vida y la muerte de las personas. Como opción íntima de cada cual, la creencia en un ser sobrenatural no me incomoda a no ser que se trate de imponer o llegue a las instituciones públicas. Allá cada cual con su propio infierno. Lo que verdaderamente me molesta es esa sensación de exclusión, de estar en posesión de la verdad absoluta, de desapego al prójimo que no comulga con sus principios que suele mostrar la gente de bien. Ayudar a un turista perdido a encontrar su destino, atender las necesidades de los mayores, criar a los hijos de la mejor manera posible, pagar los impuestos con puntualidad, tratar de contribuir al bienestar de los diferentes o mantener limpias las calles mediante el uso de papeleras no les parece suficiente. Formar parte de una sociedad que pueda convivir en paz y armonía no es lo que buscan. Lo que pretenden es desviar el tráfico hacia sus dominios y provocar un atasco de pensamientos dispares. No les gusta la capacidad de elegir. Evidencia demasiado su falta de libertad.