Lo malo que tiene el tiempo es que no frena ni da marcha atrás, como los karts de los niños que alguna vez serán campeones o de los que ya no lo seremos jamás. Tampoco se deja atrapar en un bucle como un GIF, esas animaciones que congelan la vida en las redes sociales. Lo peor que tiene el tiempo es que no parecemos darnos cuenta de que viaja como un lemming hacia nuestro abismo hasta que nos damos de bruces con un calendario o agitamos la muñeca para acomodar la pulsera del reloj. Y entonces, sí. Entonces miramos la esfera, con su alud de segundos persiguiéndonos sin descanso como la bola del prólogo de En busca del arca perdida. Y sucumbimos a la opresión de las manecillas. Lo dijo Julio Cortázar, somos un regalo para los relojes. Nos asusta la rebelión de las máquinas en el despertar de la era de la robótica, cuando somos esclavos de los cronógrafos desde antes de que se inventara la clepsidra. Del autómata enfurecido de Almas de metal -película ahora recauchutada en la serie Westworld- se puede escapar. Del lento tictac de un reloj de cuco es imposible.
No está mal, entonces, que la Comisión Europea (CE) se haya puesto a entrampar con los husos horarios del continente. Plantar cara al tiempo es como detener tanques en Tiananmen sin más armas que dos bolsas de la compra. Tan inútil como icónico. Y dado que la solución no llegará antes de dos años, hay cabida para el debate, aunque llegue con retraso, como esta columna que marca la hora de la semana pasada. La propuesta de la CE fue anunciada por su presidente, Jean-Claude Juncker, con la cara de los niños que entran en el cuarto prohibido de sus abuelos. Y es probablemente una de las de mayor calado y trascendencia de todas las que han salido de la factoría Bruselas. Porque el establecimiento de fronteras entre el día y la noche nos afecta a todos. Como Schengen o el euro, en realidad, pero sin necesidad de tener fe en las normas.
Y sin embargo, estamos respondiendo al reajuste solar con argumentos geográficos, políticos, sociales e incluso económicos, que es lo que hacemos cuando preguntamos para qué sirve la física teórica. Como si la Tierra diera vueltas alrededor del sol solo porque nosotros le damos cuerda. Como si no hubiéramos hecho añicos la tiniebla cuando inventamos la luz artificial. Como si nuestra rutina estuviera realmente marcada por el atardecer, que es esa película que solo vemos en vacaciones. Es imposible que la decisión final contente a todos. La de celebrar o no los equinoccios con una verbena de manecillas de reloj. La de que España vuelva o no al huso que nos acerca a Greenwich tanto como Londres se aleja de nosotros. Lo que cabe esperar es que sea un comité de expertos el que conduzca el Delorean de nuestro viaje en el tiempo. Porque si no, todo acabará en una disputa entre gallinas y búhos. Entre Lady Halcón y el lobo Navarre. Y sin una mínima posibilidad de establecer contacto, no hay manera de llegar a un acuerdo. A menos que aprovechemos un eclipse.
@Faroimpostor