Parte de mi frustrada vocación de farero nace con mi fascinación por las fronteras. Las naturales y las metafóricas. La costa, una cordillera, un río sin márgenes. El ir y venir, la incertidumbre del futuro, dejar atrás la señal de carretera que alerta de que estás dejando atrás todo lo que hay al otro lado de la señal. Los naufragios, los horizontes, hasta la frontera de los besos de Miguel Hernández en las Nanas de la cebolla. También me interesan las de ficción, como Casablanca, como Sed de mal, como la bíblica Torre de Babel, como el Revolver de los Beatles o el Highway 61 Revisited de Dylan, que no son sino ecuaciones de física teórica que abren puertas a otros mundos. Descarto por completo las fronteras políticas, que solo servían para aprenderse las capitales mundiales en quinto de EGB y que ahora pretenden utilizarse en un solo sentido. Cuando lo que deberíamos hacer es borrarlas con el pie como hacen los tenistas con las marcas buenas de los contrarios en la tierra batida.
Porque las fronteras políticas son las costuras por las que está reventando nuestro disfraz de humanidad. Lo estábamos viendo esta semana en Gaza hasta que nos ha estallado en plena cara, con la estampida de Ceuta y Melilla. Y llevamos años evitando cruzar la mirada con el fenómeno migratorio que siembra de cadáveres el Mediterráneo. Quedémonos únicamente en el análisis de España. De cruce de caminos, de mezcla de culturas, de pueblo de exiliados, tan solo hemos sabido convertirnos en arqueros de fortaleza dispuestos a defendernos de los caminantes blancos que nunca son blancos y que viven en el asalvajado otro lado del Muro, como la Guardia de la Noche de Juego de Tronos. Nos llevamos a matar con los vecinos del norte de África simplemente porque no hemos sabido llegar a acuerdos con ellos. Marruecos lo aprovecha, Argelia lo aprovecha, España lo aprovecha, Europa lo aprovecha. Hasta Turquía lo aprovecha. En el resto de fronteras, la de Portugal, la de Andorra y la de Francia, cada vez hay menos verdura desparramada por el suelo porque formamos parte de un ente supranacional, la UE, que se ha unido y ha eliminado la obligatoriedad de enseñar un pasaporte al subirnos a un avión. Que nos cuenten los ingleses qué está sucediendo en Irlanda del Norte tras el Brexit; que nos cuenten los arreglos establecidos para que el tránsito entre Gibraltar y la Línea de la Concepción de Cádiz siga fluido.
Al litoral mediterráneo, que es lo que nos atañe, llega un goteo de pateras, llega una mansalva de nadadores en aguas abiertas, porque no ayudamos en origen, porque levantamos muros que alimentan mafias, porque no somos capaces de entender que nuestros hijos y nietos serán prácticamente incapaces de soportar las pensiones del baby boom y la caída del crecimiento vegetativo y para evitarlo necesitamos de la ayuda de los inmigrantes. Porque pactamos sus recursos a la baja y porque no queremos hacerles entender que un piso para veinte en los barrios del norte de Alicante no es el balneario suizo que ellos creen ver como en un espejismo. Porque pagamos salarios miserables, ponemos la foto de sus menores en carteles inhumanos y torcemos el morro cuando vemos los zapatos apilados a la puerta de una mezquita. Porque no los consideramos más, a uno y otro lado, que mercancía para negociar.
Los Pirineos son una frontera, el Guadiana es una frontera, la Costa da Morte es una frontera, como Bérnia, el Vinalopó y el cabo de Santa Pola. Las marcas blancas en un cuerpo bronceado, tener un hijo, pensar en llamar a un familiar para reconciliarnos, preguntar en clase algo que no entendemos o la novela Nostromo de Joseph Conrad son fronteras. El resto, las rayas a bolígrafo que trazábamos en los mapas mudos en quinto de EGB, no son más que excusas para tropezar una y otra vez con un mundo nuevo que no queremos comprender.