ALICANTE. El día 13 de noviembre de 2018 se hacía público que el jurado presidido por Olvido García Valdés, como directora general del Libro y Fomento de la Lectura, con Begoña Cerro como vicepresidenta, en calidad de subdirectora general de Promoción del Libro, la Lectura y las Letras Españolas, y vocales los representantes de las diferentes academias y asociaciones colegiadas y profesionales de las letras: José Manuel Blecua, M.ª Jesús Marina Mayoral, Ana María Toledo, María Ángela Vilallonga, Carmen Yolanda Arencibia, José Luis Vicente Ferris, Francisca Noguerol Carolina Fernández, Teresa San Segundo y Aurora Egido, así como la ganadora de la anterior edición, Rosa Montero, otorgaban el Premio Nacional de las Letras a la escritora alicantina Francisca Aguirre.
Nadie duda de que, llegado el momento, la firme defensa de la candidatura de Aguirre por parte del profesor Ferris haya sido determinante para la obtención del galardón.
Francisca Aguirre Benito, Paca Aguirre, (Alicante, 1930), hija del pintor Lorenzo Aguirre, nacido en Pamplona en 1884, pero afincado en Alicante desde los tres años y persona (y personaje) ilustre del panteón alicantino, siendo recordado, entre otras cosas, por formar parte de ese grupo de impulsores iniciales de las fiestas de las Fogueres de Sant Joan. Pintor de introspección navarra y luminosidad meditarránea, fue también alto cargo de la policía republicana, llegando a ser Subdirector General de Seguridad de la República, cosa que no le perdonó el régimen franquista, siendo condenado a muerte y ejecutado el 6 de octubre de 1942. Francisca, como sus dos hermanas, habían sido fruto de la época más feliz de su padre, en Alicante, junto a su esposa Francisca Benito, ciudad que habían tenido que abandonar, rumbo a un exilio que el inminente estallido de la guerra en Europa trocó en breve.
En su exilio del mar, entre los cafés literarios de Madrid, Paca Aguirre fue construyendo su ser poético hasta el momento en que decidió mostrar su obra, dicen que de manera tardía, pasados los cuarenta, pero eso no es más que otro de los prejuicios a los que la poesía se ve sometida. Como no podía ser de otra manera, compartió su vida con un poeta, Félix Grande ( Badajoz, 1937- Madrid, 2014), y engendró a una poeta, Guadalupe Grande Aguirre (Madrid, 1965).
- ¿Qué recuerdos tiene de Alicante?
Yo salí de Alicante con aproximadamente 3 o 4 años, cuando la memoria todavía no se ha hecho, y lo que guardo de allí es lo que mi padre y mi madre me hablaban de la ciudad. Así es que muy pronto, en cuanto pudimos, mi madre y yo nos fuimos para allá, a recordar el sitio en que mi madre había conocido a mi padre, a los amigos y todas estas cosas. Alicante, para mi, es ese convencimiento de que la vida no es tan mala como creemos, de que pasan cosas buenas de pronto, y una de esas cosas buenas fue que mis padres se conocieron allí.
He ido después, claro, porque tengo allí amigos y familia, pero sobretodo porque para mí Alicante es el recuerdo de un tiempo que parece más de cuento de hadas que de realidad, porque para el resto de España, aquellos tiempos, fueron tiempos muy duros, mientras que para mí, era el sitio donde estaba el mar y donde estaban muchos recuerdos de mi padre y de mi madre.
- Un fuerte contraste con la dureza de ese momento en que Alicante parece un paraíso aislado al que la guerra no va a llegar, y el infierno de los bombardeos y la represión y los campos de concentración de la posguerra.
Es verdad, porque yo de pequeña, cuando pensaba en Alicante, pensaba en el paraíso. Mi padre adoraba el mar, que es algo muy presente en su obra pictórica.
Un tiempo previo al de la explosión de la literatura, el de la infancia marcada por la figura materna, que se esfuerza por mantener viva la figura del padre ausente, cercenado , que como en ningún otro se muestra en el poema “El último mohicano”1, que forma parte de la colección Los trescientos escalones, la cual recoge la obra poética escrita entre los años 1973 y 1976.
- Y del recuerdo como un paraíso del Alicante de la infancia al paraíso real del Madrid de los cafés literarios.
Sí, totalmente, para mí eso fue la primera entrada en la cultura. Yo era un chica muy joven, tendría unos 15 o 16 años, y descubrimos el Café Gijón, que era el centro de reunión de los intelectuales de la época, por decirlo de alguna manera, una época muy difícil, en pleno franquismo. A mis hermanas, las dos más pequeñas que yo, les interesaba, pero algo menos que a mí, íbamos juntas, pero luego yo me quedaba un rato más, charlando con gente del teatro, con personas tan importantes como los dramaturgos Buero Vallejo y Alfonso Paso. Las cosas que se hablaban allí… ¡si nos hubieran oído nos habría llevado directamente a la cárcel! Allí entré en esa situación que tienen los seres humanos, cuando hay una dictadura de por medio, de encontrar la fórmula de discretamente, reirte de todo eso y estar al tanto para poder echar una mano a quien pasa por una situación muy mala, debido a la política.
- ¿Esa fue la chispa que la llevó a la poesía, a la escritura?
Directamente. Porque claro, hablar con Buero, por ejemplo, era como un magisterio en sí mismo. Recuerdo que una vez nos dijo que se iba a Estados Unidos, era su primera visita allí, y a la vuelta nos explicó, asombrado, que era un país extraordinario, grandísimo, donde todo el mundo sabe leer y nadie entiende lo que lee.
- Su poesía, sin embargo, es una metafísica de lo íntimo, nunca se ha visto impregnada de ese humor del que habla en las tertulias. ¿No ha pensado en algún momento incorporarlo a su discurso poético?
No, porque realmente yo escribo de una manera un poco confesional. Hablo conmigo misma y me digo de mi lo que me gusta y lo que no me gusta. Han dicho de mí que consideran importante lo que me acerco a Antonio Machado, y sí, es cierto. Al igual que la experiencia de haber trabajado durante muchos años junto a Luís Rosales, en el Instituto de Cultura Hispánica. Para mí la escritura, el poema, es como un premio permanente. Aunque me encontrara en una situación difícil, frente a una situación incómoda, si yo abría mis libros de poesía, la cosa desaparecía y entraba en un sitio donde se estaba divinamente.
1 EL ÚLTIMO MOHICANO A mi madre
No tuve nada y, sin embargo, de algún modo, / comprendo que lo tuve todo. / No teníamos nada, nada / salvo el miedo, el dolor, / el estupor que produce la muerte. / Cuando mataron a mi padre / nos quedamos en esa zona de vacío / que va de la vida a la muerte, / dentro de esa burbuja última que lanzan los ahogados, / como si todo el aire del mundo se hubiese agotado de pronto. / Ahí nos quedamos, / como peces en una pecera sin agua, / como los atónitos visitantes de un planeta vacío. / Nada teníamos, / aunque también es cierto que ya nada queríamos. / Recuerdo bien que a mi hermana Susy y a mí / nos dieron la noticia en el cuarto de aseo / de aquel colegio para hijas de presos políticos. / Había un espejo enorme / y yo vi la palabra muerte crecer dentro de aquel espejo / hasta salir de él / y alojarse en los ojos de mi hermana / como un vapor letal y pestilente. / Nada ha logrado hacerme olvidar aquellos ojos, / salvo algunas horas de amor / en que Félix y yo éramos dos huérfanos, / Y el rostro milagroso de mi hija. / Y nada más tuvimos / durante mucho tiempo. / Pero mamá tuvo menos que nadie. / Mamá quedó como un espejo sin azogue. / Lo perdió todo / salvo un hilo delgado que la unía a nosotras, / y por aquel inconcebible puente / -como tres hormiguitas- / íbamos y veníamos a su estatua de vidrio / restituyéndole el azogue. / Volvió a nosotras desde el país del hielo / y volvió tan absolutamente / que gracias a ella, nosotras, que nada teníamos, / lo tuvimos todo. / Mamá fue nuestro Espasa, / fue nuestro Guerrero del Antifaz, / el País de las Hadas, / la abundancia dentro de la miseria, / nuestro mejor amigo, / nuestro escudo contra los moros, / la enamorada de las bellas artes, / la que hizo posible que papá no muriera, / la que lo fue resucitando en cada uno de sus cuadros. / Mamá fue quien nos dijo que mi padre admiraba a los griegos, / que adoraba los libros, / que no podía vivir sin música / y que fue amigo de Unamuno. / Cierto que no tuvimos nada, / que muchas veces nos faltaba todo. / Pero aunque algunos días no comimos, / tuvimos una radio para oír a Beethoven, / y un día de Reyes de mil novecientos cuarenta y cuatro / mamá y los tíos fueron al Rastro: / nos compraron tres libros: / La cuesta encantada, Nómadas del Norte / y El último mohicano. / Dios sabe cuántas veces habré leído estos libros. / Mamá nos trajo El último mohicano / y de la mano de ese indio solitario / entramos en el mundo de lo maravilloso / y lo tuvimos todo para siempre. / Y ya nadie podrá quitárnoslo.