VALÈNCIA. Contaba en un evento Chema Alonso, Chief Digital Officer de Telefónica, que para cerciorarse en un encuentro virtual de que la persona que está al otro lado de la pantalla es real y no sintética, es necesario fijarse en aspectos como el número y la frecuencia del parpadeo de los ojos o en el reflejo de los latidos del corazón en la vena carótida de la frente o el cuello. Y si una empresa a la vanguardia de la tecnología tiene dudas para distinguir entre un ser real de otro creado artificialmente, ¿qué no podrá vendernos por bueno algo que es falso la inteligencia artificial (IA) a la mayoría de los mortales?
No es esta la única pregunta que cabe formularse. ¿Ocupará algún día un robot nuestro puesto de trabajo? ¿Llegará un momento en el que las máquinas sepan más que nosotros y escapen al control humano? Si las máquinas van a hacerlo todo, ¿qué papel nos queda a nosotros para desempeñar en la sociedad? Estas son solo algunas de las dudas que nos asaltan a todos respecto a la IA.
El problema de las incertidumbres es que nos inclinamos a ver más la parte catastrofista que el impacto positivo que puedan generar. Cierto que millones de puestos de trabajo están llamados a desaparecer, especialmente los más rutinarios; que se puede alterar el resultado de un proceso electoral mediante la difusión masiva de contenidos falsos, o que la toma de decisiones basadas en un algoritmo no son tan asépticas y objetivas como cabría esperar.