Los periodistas, si es que aún existimos, nos hemos acostumbrado a la trinchera y el reclinatorio, según gustos. En este artefacto de mentiras que nos quieren hacer creer, en este matrix de cartón y pespuntes con el que pretenden cerrarnos los caminos, la única salida es la anatomía de los datos, que a muchos de los integrantes de esta profesión, si es que existen, les tiene doblado el espinazo sobre la pantalla de un ordenador. Sin embargo, al otro lado del trampantojo y la posverdad está la vida, están los ciudadanos, están los lectores, si es que aún queda alguno. Para ellos desempeñamos este oficio que ya no existe, por ellos nos convertimos en algún momento de nuestro pasado en augures de los que leían las señales de los cielos, que no son más que la marca de nuestra piel. No es mío. Se lo he birlado a Leonard Cohen.
Hay dos fuentes de las que nunca deberíamos dejar de beber. Una ya ha nutrido alguna vez esta columna llena de hormigas vienesas. Son los bares, centros de control de la repercusión del día siguiente, que sirven para pulsar el acierto de los titulares que abren los medios de comunicación. Hoy, probablemente, solo se hablará del fichaje de Cristiano Ronaldo por la Juventus de Turín. Un asunto que no dejará a nadie indiferente, por mucho que odie el deporte o confunda un guardameta con un saque de esquina. Desde dentro o desde fuera, el fútbol es ese laboratorio de ensayos clínicos en el que aplicamos las fórmulas de nuestra trigonometría existencial. Y como el resultado nunca coincide con nuestras expectativas, no deja de sorprendernos. Siempre somos más mercenarios o más leales que los futbolistas, intentamos calibrar sus impulsos con nuestra propia vara de medir. Y entonces nos damos cuenta de que estamos en otra dimensión. Como en la saga de Toy Story, nuestros ídolos son nuestros hasta que se mueven. Y la decepción de comprobar que no somos los titiriteros nos devuelve a la realidad. Al momento preciso en que estallan la necesidad y y el pago de facturas. Y las confesiones. Y las amarguras. Que son el material del que están hechos los sueños y los titulares de mañana. También lo he birlado, esta vez a Shakespeare.
La segunda fuente es la que mana de esos termómetros sentimentales que son las madres. La mía lloró ayer. De alegría, tras el rescate de los muchachos tailandeses que también juegan al fútbol, pero en ese estadio previo en el que sudan, disfrutan y la vida les pesa tanto como el último boletín de calificaciones escolares. Aunque defiendan las croquetas de pollo de su madre como, seguramente, hace Cristian Ronaldo. Es esa capacidad de elegir ver la semifinal de un mundial antes que ponerse a negociar una cláusula de rescisión la que les convierte en cada uno de nosotros. Por eso, y porque de algún modo todos nos pasamos encerrados cada día en una cueva surasiática sin salida, es por lo que las madres, de aquí y de allí, lloran de emoción cuando sus hijos salen a respirar. En el aliento de una madre aliviada, en el coraje de unos hinchas que discuten, en el gráfico de huesos de los números y leyes es donde residen los sumarios de noticias de cada día. El resto es urgencia, extinción y espacios virtuales. Y una cita intercalada birlada a García Lorca.
@Faroimpostor