La primera imagen que se me vino a la mente cuando me enteré del descalabro de Whatsapp del pasado lunes fue la de Mr. Bean bajándose la aplicación e instalándola por fin en un smartphone. Catapum. Después pensé en que tal como ha evolucionado mi profesión, resultaba imposible trabajar, aunque en el caso de que alguien me necesitara, supuse que me llamarían por teléfono. Por último, como usuario frecuente de Twitter que soy, dejé que se me posara la rancia sospecha de que el apagón comunicativo se estaba produciendo justo en el momento en que a Facebook, propietaria del servicio de mensajería instantáneo y de Instagram, todos fuera de servicio durante horas, se le acumulaban los problemas fiscales, judiciales y de valoración social, en parte debidos a una topo que había desvelado el hedor que sale de las tripas de la compañía de Palo Alto, California.
La espera hasta la solución de la hecatombe, que en algunos medios se retransmitió minuto a minuto como una final de la Champions, fue larga y apasionante. Pese a haber vivido en diferido el atentado de las Torres Gemelas y atravesar en la actualidad una pandemia y la erupción de un volcán, el cibersilencio parecía la primera señal del verdadero apocalipsis. Volver a los SMS, a las conversaciones por teléfono y a la consulta de datos en enciclopedias –hubo un instante en que corrió el rumor de que Google andaba renqueante- nos convertía de nuevo en los protozoos que tuvieron que reconstruir la fauna y flora del planeta tras la extinción de los dinosaurios. Y en ese momento llegó la hora de pensar. No sin antes explorar las múltiples posibilidades que la situación generaba para crear un pequeño relato. Dos novios pendientes de consolidar su amor con un simple me gusta de Instagram, una madre angustiada a la espera de que su hijo le confirme que el vuelo ha ido bien por whatsapp, un mercenario con rifle de alta precisión que ha alertado de que tiene a su objetivo en la mirilla y que aguarda la orden definitiva de apretar el gatillo, cifrada en un inocente mensaje de Facebook. Qué le voy a hacer, moriré siendo un peliculero.
Volvamos a lo de pensar. Un apagón informático de mayores proporciones que el del pasado lunes nos volvería a aislar en el archipiélago de siete mil millones de personas –siete gigas, para que se me entienda- en que nos hemos convertido. La tecnología nos permitiría solventarlo, probablemente. El veloz desarrollo de la vacuna contra el coronavirus nos ha demostrado que somos capaces de derrotar al jinete de la peste en el campo de batalla y de, al menos, ralentizar el avance del jinete de la muerte. Pero lo que ni siquiera estaba previsto en la profecía de san Juan era que la amenaza de un quinto jinete, el de la incomunicación, iba a ser la que abriera los cielos con una lluvia de azufre y arrancara el bramido de las trompetas del Juicio Final. En la época en la que podemos estar en contacto con un granjero de lo más profundo de China, si lo necesitamos, quizá deberíamos volver a comunicarnos con los demás sin necesidad. Por gusto. A viva voz. No vaya a ser que a Mr. Bean se le ocurra estrenar un móvil. Y nos vuelva a silenciar a todos los demás.