Uno se asoma a la entrevista que emitió el pasado domingo La Sexta, con el Papa Francisco en Salvados, enfrentado a Jordi Évole con el único intersticio de una mesa camilla, y no puede sentir más que envidia profesional. Fuera del ámbito cultural, en mi caso, no hay entrevista que pudiera codiciar más. Entre otras cosas, porque muy ocasionalmente, las da. Porque Jorge Bergoglio prefiere pasar los vuelos oficiales de pie junto a los plumillas que recostado en un triclinio de clase diplomática con reclinatorio opcional. Para un personaje público, de tanta trascendencia social, hablar frente a un micrófono es casi un acto de rebeldía. Mientras se implantan progresivamente las convocatorias de prensa sin preguntas, las ruedas de prensa difundidas por un televisor de plasma, el Papa responde en persona. Puede que su cargo, transnacional, sea tan elevado, que no le dé la impresión o no se sienta en la necesidad de dar explicaciones. Puede que esté añore el púlpito y el sermón. Puede que, como buen argentino, solo prefiera hablar a la posibilidad de que se le escape el estribillo de algún tango.
Francisco pactó hablar de inmigración. Nadie le va a preguntar a un Papa sobre teología. Decía Garci, en el coloquio posterior a la emisión de la película Amadeus en su inolvidable programa Qué grande es el cine, que nadie quiere ver a un compositor componiendo. La obviedad no es fotogénica. Al líder religioso del catolicismo, o se le firma un publirreportaje o se le pregunta por cuestiones que incomodan a parte de su feligresía. La inmigración, por ejemplo, que tanto molesta a algunos "católicos de misa", como él mismo los definió. Arreó, en este asunto y también en el de las obligaciones fiscales de la Iglesia, a todos aquellos que desde un escaño todavían creen que la fe es una sustancia blanda y escurridiza de ida y poca vuelta. Una libreta contable con haberes pero sin debes. No se suele recordar, pero Bergoglio es el único pontífice al que uno ha oído predicar sobre la separación de poderes y la no injerencia de la religión en los asuntos de Estado. Y eso, desde el ateísmo radical de las almas con más nicotina que espíritu, se agradece.
Los verdaderos problemas de Francisco llegaron al abordar los asuntos más espinosos e inamovibles. El aborto o la homosexualidad. Se le han criticado mucho sus palabras y es cierto que ambas reivindicaciones sociales sacaron al señor de 80 años y educado en un país católico que se esconde debajo de sus ropajes blancos de jefe de Estado del Vaticano. Esperar que un Papa valide ambas posibilidades es como esperar que se demuestre la existencia de un dios, el que sea. En la doctrina de la Iglesia, la vida comienza en la concepción y el ser humano debe crecer y multiplicarse. Lo único que cabe esperar del líder de los católicos es la tolerancia post-pecado, que alivie la presión social contra las mujeres que abortan, la comunidad gay o, incluso, los africanos que usan condón para no transmitir el sida. Que no condene a quien ha decidido condenarse por su cuenta. Y que lo haga con los quienes cometen delitos, que no pecados, como la pederastia.
Con todo, no debería ser Francisco el mayor enemigo de los laicos. A uno le da por pensar que la influencia de la religión en Occidente es menguante, en general. Y que el catolicismo es un ente bastante retrógrado que solo habla bien de un pontífice cuando es ultraortodoxo o está muerto. A este Papa solo lo bendicen los católicos que se sienten libres para opinar. Por tanto, la voz del heredero de San Pedro ya no resuena como antes. El verdadero enemigo está entre quienes manejan el alma como arma arrojadiza y electoral. Quienes obligan a que lo íntimo sea ley general. Me da por pensar que Bergoglio también lo sabe. Y contra ellos lanza sus sermones más feroces. Al Papa no le gustan los papistas. Lo prefiero a aquellos a quienes no les gustan las entrevistas.
@Faroimpostor