El concejal de Igualdad de Elche, Mariano Valera, denunció en redes que dos críos en bicicleta les insultaron, a él y a su marido, el pasado sábado mientras paseaban cogidos de la mano por una playa de Santa Pola. Desviados, los llamaron. Los medios nos hicimos eco de la situación y los comentarios negativos a la noticia no se hicieron esperar. Básicamente, que no era para tanto si ni siquiera había denunciado los hechos en una comisaría, críticas generalizadas a las políticas de igualdad y acusaciones indiscriminadas a una de mis naves nodriza, en la que publiqué el asunto. Es cierto que Mariano y su pareja tuvieron suerte de que el altercado se quedara simplemente en un simple insulto. Pero también es cierto que desde ciertos ámbitos impera la defensa del derecho de cada cual a expresar su opinión, sin que nadie parezca advertir que quien la recibe está en su derecho de no tener por qué oírla. Es lo que nos hemos ganado con la progresiva implantación de las redes sociales y de la interactividad con la audiencia. Que tienen sus muchos aspectos positivos pero que nos han puesto el suelo perdido de manchas de bilis de trol.
Un homosexual no necesita que le recuerden su condición sexual por la calle, porque generalmente lo sabe. Una muchacha de físico espectacular no necesita que la piropeen porque generalmente se ve en un espejo. A una persona que es imbécil no hace falta que le avisemos porque generalmente no lo va a entender. Parece paradójico que lo mencione alguien que, como yo, lleva décadas surcando las secciones de opinión de distintos medios de comunicación. La sutil diferencia de quienes vertemos nuestras ideas en una tribuna pública es que lo hacemos con foto y firma. Que, generalmente, nos responsabilizamos de lo que decimos. Y que cuando, como es mi caso, critico a alguien o los actos de alguien, lo hago porque puedo exigir responsabilidades a esa persona, que siempre se podrá defender llevándome a un tribunal. Trato de evitar, además, descalificaciones personales y, mucho más, objeciones a su género, condición sexual, raza o fe. Aunque reconozco que, en este último caso, me cuesta más contenerme.
Tengo la suerte de ser hombre, blanco, heterosexual, de clase media y de mediana edad, con lo cual estoy alejado del punto de mira de la mayoría de los implicados en delitos de odio. Aún así, no me cuesta imaginar el hastío y la rabia que sentiría si dos jóvenes me insultaran por el mero hecho de pasear de la mano de mi pareja. Si tuviera que aguantar a dos babosos como los que se viralizaron por molestar a unas muchachas en la pasada Feria de Abril de Sevilla. Si me gritaran negro, maricón, puta o empollón por la calle o en el patio del colegio. Tampoco me cuesta imaginar que una simple opinión pueda desencadenar una paliza, una violación, el suicidio de un estudiante acosado. No existe la categoría de pecado venial en los delitos de odio. A ver si de una vez empezamos a tomarnos en serio el trabajo que gente como Mariano, desde su concejalía de Igualdad, está llevando a cabo.