Siento una profunda predilección por las mujeres que no saben que son guapas. De la misma forma que admiro a aquellos que pudiendo presumir de sus facultades o logros, prefieren agarrarse a la inocencia y a la sencillez abandonando la prepotencia. Me encantan más si cabe esos que ostentando riquezas llevan una vida simple sin el faranduleo que les permitiría esos bienes. Todo el que no cae en la vanidad es un valiente en los tiempos del narcisismo. Vivimos en una realidad que nos evoca a ser esclavos del que dirán, de embriagarnos de los juicios de los otros, de llamar la atención, de que nos den me gusta, de que nos retweeteen. Queremos casito.
El ecosistema egocentrista en el que respiramos tiene su eco en cada acción de los que han sido seducidos por el veneno que enturbia la humildad. Antes cuando nadie sabía lo que hacías en tu soledad iluminadora las mujeres eran más guapas. Tenían un ala diferente bañado de modestia porque no eran plenamente conscientes de esa belleza. Ahora ese perfil escasea porque a la mayoría de las féminas una tropa de babosos necesitados se encargan de comentarle en las redes sociales lo guapas que son. Es raro encontrarse a alguien que tenga más de seguidores en las redes sociales sin que trasmita un aura de autosuficiencia. Caminan como divas, endiosadas, inalcanzables para los mortales. Ellas, que son mucho más cerebrales e inteligentes que los hombres, no se dejan llevar por cualquiera que tenga cuatro músculos bien desarrollados, eso les pasaba en la adolescencia y en el pavo, las que han pasado a la adultez les interesa más la materia gris. Nosotros, que somos más simples, nos tiran más dos tetas que dos carretas. Así se produce un círculo vicioso en el que ella siempre va a tener a palmeros comiendo de su mano mientras permanece impasible y enaltecida por sus fans. Hoy ser una top model ya no lo dictaminan las agencias, sino los usuarios. Hay mujeres hermosas con cien seguidores y otras que siendo del montón tienen cinco mil. Cosas de los algoritmos. Mecánicas digitales que engordan la vanidad del que no tiene dientes. El otro día hablaba con una chica y con una arrogancia reprobable presumió de poder estar con cualquier hombre que ella quisiera gracias a sus dotes físicas. Es raro que alguien me caiga mal, pero a aquella la añadí a mi lista de personas con las que no me iría a una isla desierta.
Soy así, intolerante a la prepotencia. Todavía conservo ápices de esa chulería madrileña característica pero no puedo con la gente que se cree más que nadie. Detecto el narcisismo a la legua. Por eso no soporto a Cayetana Álvarez de Toledo o a Isabel Díaz Ayuso. El poder, la relevancia, la influencia, tiene el efecto secundario de arrancarte la identidad. Eso les pasa mucho a los que han sido o son alcaldes de Alicante. El bastón les trasforma y se olvidan de todos menos de sí mismos. Al igual que le ocurre a la belleza de hoy en día, se vuelven muy conscientes de su propia importancia. Alejados de la realidad se olvidan de los problemas de la gente de a pie. No saben ni lo que cuesta un café. Me acaba de venir a la cabeza la vez en la que una ex concejala de Ciudadanos presumía de que los policías municipales la hacían una reverencia cuando la veían. Ahora es Miss Irrelevancia. Todo pasa. Les hay que se creían concejales perpetuos. Cuando estás en política te das cuenta de que ser regidor es un marrón y que ser diputado es ser un mandado.
Hablando con el Obispo Munilla sobre nuestra presencia en medios de comunicación, sacamos la conclusión de que ambos debíamos luchar cada día contra la vanidad. Seguramente no sepa que nuestro encuentro fue en sí una cura de humildad. Me impresionó su sencillez, su naturalidad sin alardes. Me pedí a mi mismo emular esa actitud y talante. Choca ver personalidades así, que no han caído en las redes de la arrogancia. Hoy hasta el que es presidente de una asociación de estudiantes va con aires de grandeza. Y es normal. El ambiente te impulsa a eso. En una sociedad de followers, palmeros y lameculos, una mera chispa de liderazgo es endiosada. Les pasa a muchos de mis colegas columnistas, que por el hecho de tener una tribuna en un medio ya sientan cátedra y levitan dando su opinión. Es natural. Es lo habitual, lo raro no es dejarse llevar por la “fama” sino taparse los oídos y no escuchar los cantos de sirena. Debilitan. Los columnistas de antes, como Chesterton, eran mejores porque no tenían a un ejército compartiendo sus artículos. A lo mejor que el analógico Juan Manuel de Prada sea uno de los mejores de nuestra época tiene que ver con que no es consciente de la relevancia de sus escritos por no tener redes sociales.
No perdamos la sencillez, la humildad. Trabaja como si no necesitaras dinero, ama como si nunca te hubieran herido, baila como si nadie te estuviera mirando, y escribe como si el texto fuera para tus hijos en la posteridad. Más de una vez le he confesado a Miquel González mi sentimiento incrédulo de pensar que sigo juntando letras en el modesto periódico donde empecé y me leía mi familia a la hora de cenar. Que así siga.