Uno aprende con los años a ser pesimista. O más bien, que se es un pesimista. A mí me lo enseñó a golpes de carcajada mi amigo, el periodista Pablo Verdú. La letra, con risas entra. El muy animal me explicaba que había una nueva camarera en un local que ya ha cerrado con grandes posibilidades de convertirse en una novela de mil páginas,en un disco conceptual, en una Venus de Botticelli escapada de los márgenes de un cuadro. Tras la descripción, vino el mazazo. "Una mujer así no te conviene", me dijo, "te haría feliz". Pablo siempre me ha dejado boquiabierto con sus réplicas marxistas, de Groucho, se entiende. Fue entonces cuando cobré constancia de mi tendencia al desánimo. Escuchar a Dylan o Tom Waits, idolatrar a Kubrick o Kaurismäki y adorar a Dostoievski hicieron el resto.
Sin embargo, hasta la pesadumbre exige vacaciones. Y esta semana, de repente me vi de nuevo creyendo en la Humanidad, cegado por un fogonazo como el de San Pablo a caballo. Todo fue a cuenta de Marián Ávila, la modelo española con síndrome de Down que desfilará en septiembre en una pasarela de Nueva York. Claro, que septiembre es otra cosa. Pero aun así. Súbitamente, comprendí que avanzamos. Poco a poco, pero avanzamos. En el mundo gobernado por Trump, hay una modelo que persevera, que insiste, que trabaja y que consigue. En medio del Brexit, del fin del rescate griego, de los conflictos en Oriente Medio. Una modelo que hace unos años habría sido apartada del mundanal ruido para no enturbiar el panorama general. Hasta Arthur Miller repudió y ocultó a un hijo con síndrome de Down. El mismo Arthur Miller que deslumbró en el teatro, luchó contra Vietnam y se casó con Marilyn Monroe. El mismo infeliz.
Marián, sin embargo, sobresale, destaca y brilla. Y eso es mérito de los nuevos tiempos y del poder de las redes sociales. De las nuevas oportunidades que obtienen personas que hasta ahora no habían salido ni a calentar en la banda. Da lo mismo que se hable del estatus de la mujer, de la visibilidad delas enfermedades mentales, del poder creciente de los freakies, de la actividad de los barcos que rescatan inmigrantes a la deriva en el Mediterráneo o de la legalización del aborto en Irlanda o, no tardará, Argentina. Poco a poco se van consiguiendo avances sociales que eran impensables hace unos años. O frenando iniciativas que antes se colaban de rondón y ahora son señaladas inmediatamente con el índice de la globalización. Y para cuando te quieres dar cuenta, Trump habrá caído, Matteo Salvini habrá caído y Marián Ávila seguirá desfilando, en más o menos ocasiones, abriendo camino a otras personas que, como ella, han venido aquí a luchar o a sacarnos los colores.
Lamentablemente, hoy, cuando lean ustedes estas líneas, se me habrá pasado el entusiasmo, porque no soy nostálgico y olvido rápido estos ramalazos. Y volveré a pensar que nos la están colando por todos los lados y que casos como el de Marián necesitan una continuidad para ser efectivos. Y que hay que insistir, no cejar, aunque las redes sociales no sean la panacea y estén sometidas a un extremismo que, casi siempre, asusta al más pintado. Pero para una vez que puedo decir que me he alegrado de algo, no quería dejar de estamparle mi felicidad en toda la cara a Pablo. Que se aguante.