Nació el año de Cayo Largo, de Carta de una desconocida, de El tesoro de Sierra Madre. Nació el año en que Orson Welles rodó El cuarto mandamiento. Nació, sobre todo, el año de Ladrón de bicicletas. Carlos Miralles (Pego, 1948) respira cine. Fue productor en el París que miraba de lejos nuestra Transición. Y en 1979, con una jovencísima Dolores a su lado, con la que continúa casado, abrió el autocine Drive-In de Dénia. El primero de España, dice. El primero que proyectará una película en la España de la nueva modernidad, decimos los demás. “La idea era abrir un cine de verano con una temporada un poco más larga”, recuerda. “Pero decidí quedarme porque no podía cerrar. Siempre estaba lleno, al llegar el invierno la gente seguía haciendo cola”. Y no cerró, hasta que el estado de alarma le obligó, hace dos meses.
Mañana abre de nuevo. Miralles, que respira cine, insuflará aliento otra vez al cine en España. Doble sesión. Los Minions y Parque Jurásico, por elección de su público. Cinco euros, coches gratis. Las salas convencionales seguirán apagadas, sin luces, sin cabina, sin palomitas. Sin estrenos, al menos hasta junio. Pero en Dénia rugirá mañana el T-Rex de Spielberg. “Hay dos cosas que queremos conseguir”. Habla en plural porque la empresa es familiar, la lleva él, la lleva Dolores, la lleva Carlos hijo, la lleva su otro hijo, Sergi Miralles, cineasta con el que ve, escribe, produce cine. Respira cine. “Tenemos dos objetivos”. Uno de ellos es que la gente no salga “a pasear” después del confinamiento. “No quiero pasear, quiero ir a algún sitio”, sostiene, “quiero decidir dónde voy y qué voy a hacer”. Como ver una película desde el coche, en familia. El otro objetivo, “que esa gente que dice que le encanta el cine, pero que no lo ha pisado en años, vuelva a plantarse frente a la pantalla”. Masaje cardiaco, boca a boca, para cargar los pulmones de la vida. Que es el cine.
Le cuento que llevo desde el 5 de marzo sin que se apaguen las luces a mi alrededor, sin ver un solo trailer, sin mi dosis semanal de sombras. Le cuento que no podré ir a la reapertura de su local, que no podré contarlo, que no podré llorar cuando se ilumine la pantalla, que no probaré las hamburguesas que le compran al carnicero del pueblo. Que no me quedaré pegado al asiento cuando lleguen los créditos finales. Que seguiré sin respirar. Pero que lo intentaré más adelante, cuando todo se arregle. Él tampoco estará, su edad es un factor de riesgo. “Construí la taquilla en el mejor lugar del autocine, justo frente a la pantalla”, para ver las películas. Pero que siempre le interrumpe algún espectador. “Siempre me llevo las películas que programo a una sala que gestiono en Oliva, la Olimpia, y las veo yo solo. Me encanta”. Respira los dos tipos de cine. El de sala convencional, donde exigimos silencio y oscuridad. Y el de pantalla al aire libre, el de las tarteras con tortilla de patatas, aquel en que se permite fumar, el de los abucheos a los villanos y los aplausos a los héroes. Donde se celebran los finales felices. El de la infancia del protagonista de Cinema Paradiso. “A mi cine han llegado a venir parejas desde el hospital con su hijo recién nacido, lo que me hace pensar que quizá lo concibieron aquí”, cuenta, entre risas. El cine es la salida del túnel que excavamos para escapar de la realidad. Es la vida. “El futuro del cine es que las personas no se acaben nunca”, sentencia.
@Faroimpostor