En los últimos años algunos han querido llenar de adjetivos la democracia: democracia participativa, democracia real, democracia inclusiva y un largo etc. Generalmente los mismos que tienden a adjetivar la democracia, cuando ésta ofrece resultados rotundos que no les gustan apoyan manifestaciones para rodear instituciones. Esas manifestaciones, en el fondo, son muestras muy elocuentes de su visión, aquí sí real, de la propia democracia. Y olvidan que la democracia no tiene adjetivos, la democracia es. Así están las cosas.
Uno de los objetivos en la acción de gobierno de las coaliciones del cambio y que además es uno de los eslóganes más repetidos por una parte de esa izquierda es "participación ciudadana". Pero la visión de la participación ciudadana de esa parte de la izquierda bien parece más tender al asamblearismo (de los suyos, claro) que a un método de participación en sí mismo.
La participación ciudadana, a pesar de los mensajes repetidos por algunos, no es patrimonio de nadie. La participación ciudadana, la regeneración política, la democracia en las instituciones, en las estructuras de los partidos no son propiedad de ninguna corriente ideológica, de ningún grupo político, de ninguna realidad social. Como tampoco es patrimonio de nadie en concreto la defensa del patrimonio, la defensa de la educación pública, la defensa absoluta de los derechos y avances sociales o la justicia social. Y no lo es a pesar de que algunas formaciones políticas y sociales se empeñen en repetir como un mantra que todo eso les pertenece. Ellos son buenos y los demás somos muy malos; esta es la conclusión simplona pero sin embargo efectiva.
Querer cambios y querer nuevas formas no implica ni querer ni pretender ninguna revolución; no implica querer otra democracia
La democracia española se encuentra en una situación ilusionante. Tras casi una década de una crisis que ha azotado con virulencia a los más desfavorecidos y que ha coincidido con una verdadera revolución en la comunicación (redes sociales) la sociedad española pide cambios, pide esfuerzos y pide esperanza. La participación de todos, la participación de toda la sociedad en esos cambios, también en esos esfuerzos, es ya ineludible. Creo que todos nos hemos dado cuenta de que tenemos que contar con todos. Creo que desde los ámbitos públicos, desde los órganos de decisión, desde el mundo de la docencia, todos hemos asumido que los españoles nos piden, pedimos participar, ser corresponsables de y con las decisiones del presente, de las del futuro. Pero querer cambios y querer nuevas formas no implica ni querer ni pretender ninguna revolución; no implica querer otra democracia; porque como ya hemos dejado claro la democracia es y no tiene adjetivos, evolucionar implica querer una forma diferente de participar de ella, no cambiarla. Ya no caben ni los miedos ni los recelos ante el diálogo, ante la participación, ante la apertura de cualquier institución a una sociedad cada vez más exigente.
En la clase de Historia Contemporánea que tengo el orgullo de impartir con jóvenes que mañana serán el presente de nuestro país estamos aproximándonos a las distintas corrientes políticas y de pensamiento del S.XIX y XX. Analizando los movimientos conservadores y liberales británicos decimonónicos uno de mis alumnos preguntó: "Don Pablo ¿qué es hoy día ser liberal-conservador?,¿tiene sentido serlo? Los avances sociales los han traído los partidos y corrientes de izquierdas".
La pregunta de este alumno (un chico brillante, por cierto) ha sido la causa que me ha movido a escribir estas letras. Tiene sentido ser liberal o conservador porque tenemos que explicar que todo régimen político se fundamenta en el equilibrio. Y que ese equilibrio depende de la participación en la sociedad y el respeto a la ley (que es garantía de los derechos y consagra las obligaciones). Y que tenemos que procurar que esa participación se haga efectiva. Debemos explicar que el centro-derecha o la visión liberal-conservadora de la política, de la sociedad, de la misma vida se hace imprescindible para la consolidación de ese equilibrio, fundamental en nuestra democracia. Y sobre todo, cada día se hace más necesario que los que nos consideramos liberales o conservadores levantemos con valentía la voz y digamos, alto y claro, que la supremacía moral NO pertenece a la izquierda; que digamos alto y claro que los movimientos liberales, el Centro-derecha europeo y moderno ha sido tan imprescindible para la construcción de la sociedad de los derechos y la democracia como la propia Socialdemocracia. Que digamos, sin complejos, que las ideas se proponen, nunca se imponen. Tenemos que aprender a hacer pedagogía.
Europa y los valores que la sustentan es fruto del consenso, del diálogo… del equilibrio. Se acabó el agachar la cabeza y aceptar las consignas de los intolerantes. Ya basta. Dejemos de asumir, con el silencio, que algunos afirmen y defiendan su supuesta superioridad moral ante quienes no piensan como ellos.
El diálogo no se oferta desde la altura. El diálogo no es condescendencia. El diálogo se resuelve entre iguales. Creo, honestamente, que toca reivindicar nuestros valores, que toca levantar la bandera de las ideas y defenderlas, sin imposiciones, pero sin complejos. Y toca encarar el diálogo, los consensos, la voluntad por construir entre todos (aunque defendamos cosas opuestas) desde el respeto, desde la generosidad, desde la cesión, si hace falta, pero sin olvidarnos de defender aquello en lo que creemos. No todo es relativo. Se puede ser valiente defendiendo lo que crees y profundamente respetuoso y comprensivo con lo que cree el otro. En el respeto está la clave. Ser honesto y valiente es el mejor camino. Y por supuesto, no agachar nunca la cabeza.