Un argentino entusiasta percute una sartén en mi calle cada día, poco antes de las 20 horas. Él es quien se encarga de avisar de que llega la hora de los aplausos, tal vez el único relato colectivo y, en cierta medida, real, que tenemos al alcance de la mano todos los ciudadanos. Paulatinamente, vamos saliendo al balcón, Supongo que algunos por rutina, otros por desconectar, la gran mayoría, con el propósito inicial de agradecer a los servicios sanitarios todo lo que están haciendo por nosotros. Durante tres, cuatro o cinco minutos, aplaudimos, nos buscamos, nos observamos. Comprobamos que seguimos en pie. Y después, volvemos a encerrarnos. Quizá, tras haber soltado buena parte de la ansiedad que acumulamos cada día. Sonreír desde la distancia a alguien en quien jamás te habías fijado hasta este confinamiento tiene un efecto más liberador de lo que puede parecer de antemano. Y, desde luego, disipa la acumulación de gases tóxicos que saturan la casa desde las redes sociales.
Las balconadas de cada tarde están lejos de Hitchcock. Todos tenemos una pierna quebrada como el James Stewart de La ventana indiscreta, pero ni somos clandestinos ni, que se sepa, somos los testigos involuntarios de un asesinato. No nos hacen falta prismáticos para contemplar a un muchacho que desde una esquina, aparece cada tarde sin camiseta, después de haber hecho ejercicio. Ni para saludar a la vecina de enfrente, a la que oímos todas sus conversaciones telefónicas porque aprovecha la ventana para sacar la cabeza y fumar mientras parlotea con sus allegados.
Ni para calibrar el excelente estado de ánimo de cuatro mujeres que viven juntas media manzana más allá, todas ya con una edad a cuestas, que de repente han entendido que una pandereta, desempolvada más allá de la época de los villancicos, puede servir de juguete y mancuerna para la más anciana de todas. Surgen también, cada tarde, las cabezas de mis vecinos los de abajo, una hilera de siluetas en bata y hasta los que no se ven desde mi casa, pero que se pueden intuir por el raccord de miradas de los que doblan la esquina. Ocasionalmente, se une algún policía o algún trabajador del supermercado de abajo. Y todos somos hormigas que, durante un instante, desmontamos el discurso cínico de Harry Lime en la noria de El tercer hombre.
Eso, en el plano corto. Pero en la distancia, cada tarde diviso una figura lejana y tan solitaria como cualquier otra. Y gracias a ella veo el mar. Desde tan lejos, da la impresión de que es una mujer, de pelo corto, con bata de color claro. No lo sabe, pero es mi vigía en la cofa del mástil más alto del galeón, mi farera de Nantucket, mi guardabosques de Sherwood, mi Edmund Hillary, mi Neil Armstrong, mi Amelia Earhart. No lo sabe, pero cada vez que dirige la mirada hacia el Mediterráneo, me siento Ahab, Long John Silver y Nemo. Y, por un momento, descomprimo los pulmones y me convenzo de que en algún momento volveré a escuchar el rumor de las olas.