Esta profesión que tiende a la automutilación con tanta frecuencia tiene algunos de sus muchos componentes adictivos en la variedad, que no siempre conduce al gusto. Lo mismo puede estar uno en el recinto de unos suricatos del zoo como, al día siguiente, asistir atónito al universo de los tribunales. Y en esto último andamos la mayoría de los profesionales de la provincia, a costa del juicio que acaba de comenzar en el que se trata de dilucidar quién asesinó a Alejandro Ponsoda, el alcalde que parecía dominar las elecciones municipales de Polop con el pijama puesto, de tanto apoyo que recababa sin más esfuerzo que cumplir con su obligación y atender convenientemente a sus vecinos y que acabó acribillado en el garaje de su casa cuando se disponía a descansar un fin de semana de 2007. Hace doce años ya.
Del transcurso del juicio ya les está informando diligentemente mi compañero Raúl Navarro. Y pese a lo que pueda parecer, los periodistas no tenemos los conocimientos jurídicos suficientes ni una bola de cristal como para saber qué puede acontecer de aquí a que el jurado emita su veredicto. Pero sí que tenemos curiosidad, capacidad de análisis o tendencia a la fabulación, cada uno lo suyo. Y la Justicia es una galaxia con sus órbitas propias y sus destellos de luz misteriosos. Con lo que uno, que no frecuenta más espacios exteriores que los que le permite el pasaporte y los impulsos del lunático que habita en la cabeza, como cantaban los Pink Floyd, se siente en la sala de la Audiencia provincial como Pedro Duque en los debates electorales televisivos.
Para empezar, todo sucede junto a la plaza del Ayuntamiento, donde es tan fácil ver a una concejal tomando un café junto a una estufa de terraza, que a un guía turístico declamando sus lecciones frente a un solo visitante. Una estampa bastante peculiar y sorprendente, incluso por el atuendo del turista, tan comme il faut -comilfó, escribía Julio Cortázar-, tan con su gorro de tela, sus pantalones cortos, su mochila caqui, sus gafas de metal y su botellín de plástico, que parecía una puesta en escena perfectamente calculada. El resto de la plaza, en estos días de invierno, es un trasiego de lo que parecen profesionales liberales, caminantes más o menos despistados y personal uniformado de diferentes departamentos municipales. Lo dicho, un escenario de cine. Falso y verosímil al mismo tiempo.
Y allá dentro, tras las paredes de la sede judicial, se encuentra el ecosistema en el que solamente los magistrados y letrados parecen habitar con comodidad más de dos días seguidos. Impartir justicia es una responsabilidad demasiado grande para tomárselo como suelen hacer la mayoría de los políticos cuando tratan de intervenir en ella o cuando, simplemente, no les gusta lo que se acaba dictaminando en alguna que otra ocasión. Pero a fuerza de acotar escrupulosamente cada movimiento, cada intervención, para no salirse de los límites marcados, todos los elementos que rodean la profesión togada acaban por parecer un lenguaje ajeno, una especie de klingon para quienes nunca han visto un capítulo de Star Trek.
La jurisprudencia está obligada a trazar en cada juicio un mapa exhaustivo del caso, un google map de alta resolución que permita resolver las causas con la mayor precisión posible. Pero desde fuera, tanta fórmula repetida, tanta redundancia y tanta vuelta al día en ochenta mundos, por volver a Cortázar, da la impresión de que se podría aligerar con una adaptación a los nuevos tiempos, sin que de ninguna manera se pierda la imparcialidad y los métodos. Quizá sería una manera de aligerar la pesada carga burocrática que acarrean los juzgados de todo el país. No es más que una sugerencia frívola y gratuita de un personaje ajeno al cosmos de la toga. Pero con la venia, naturalmente.