No vi nada del Benidorm Fest, ni siquiera cuando se convirtió exactamente en lo que RTVE quería que se convirtiese, un fenómeno mediático y un acontecimiento social de 16 kilotones de potencia. Así que me sentí obligado este año a plantarme delante del televisor y padecer el Festival de Eurovisión. Me pasó como con las películas de Ed Wood, las auténticas, en las que desembarqué tras zarpar desde la obra maestra que Tim Burton dedicó al considerado peor director de la historia del cine. Al igual que el certamen de la canción europea, eran tan malas que no hacían ni gracia. Pero el morbo de comprobar en qué lugar quedaba Chanel y, en cierta medida, la simpatía que me genera, por diferentes cuestiones, Benidorm, me aliviaron el farragoso camino que condujo hasta la victoria de Ucrania y el tercer puesto de España.
Como a muchos más, la puesta en escena de SloMo, el tema defendido por la catalana, me pareció muy superior al resto de interpretaciones. Muchísimo. Chanel y su cuerpo de danza ejecutaron el único número capaz de salir de las minúsculas medidas del festival para ensancharse en una gira internacional de conciertos, por ejemplo, aunque con más posibilidades de triunfar en la década de los 2000 que en la actualidad, porque tenía cierto sabor a déjà vu. Ni siquiera eso era una desventaja. Es imposible que los eurofans quieran disfrutar de algo original, si no no se entendería el desarrollo del resto de la gala. Eurovisión es como ese concierto al que acudiste de joven y que recuerdas con más cariño que memoria, aunque fuera un espanto.
La conclusión que ofrece el triunfo de Chanel, porque ese tercer puesto es un triunfo, es que cualquier cadena de televisión, pública o privada, es capaz de potenciar la cultura, llamémosle así, cuando decide invertir en ella. El Benidorm Fest fue un triunfo porque pagaron unas galas y su promoción. La audiencia del espectáculo de Turín fue un triunfo porque siguieron alimentando la maquinaria. Y la actuación de Chanel fue la mejor porque no escatimaron en gastos a la hora de ponerle compañía en escena. Todo, en prime time. No imagino lo que podrían hacer con otro tipo de programas musicales, con un buen respaldo a ese cine mínimo español que arrasa en los festivales sin apenas presupuesto, con espacios dirigidos a distinguir la literatura del texto escrito, con una buena porción de parrilla para el teatro, los museos, el arte plástico o la danza. Cuando en una ciudad les arrebatas un carril a los coches y se lo dedicas a la ciudadanía, la gente lo aprovecha y pasea. A pie, en bici, en patinete. Pues lo mismo, pero en clave cultural.
Falta, claro, lo de Ucrania. Eurovisión es un festival de sensaciones. Y la sensación generalizada es que el país invadido por Rusia tenía que arrasar. Pese a su canción. Con justicia. Por necesidad. Ver al día siguiente el reportaje de los ucranianos ocultos en refugios celebrando la victoria dio la medida de la importancia real de todo esto. Soldados cantando. Cronistas exaltados entre paredes bombardeadas en las que apenas queda un enchufe para instalar el modem. Una mínima alegría entre campos de minas, cascotes, muertes y terror. Otra vez, la cultura fue esa luz encendida en el pasillo que vemos por la puerta entreabierta cuando somos niños y tenemos que dormir.
@Faroimpostor