Su 'savoir vivre', su gastronomía, sus vinos y ese aire un tanto 'british' hacen de Burdeos una escapada perfecta para embriagarte con sus encantos. Aquí te cuento que ver en un fin de semana.
VALÈNCIA. Me voy a Burdeos de fin de semana. Suena un tanto esnob pero lo cierto es que la conexión directa de Ryanair desde València permite hacer una escapada exprés para conocer la capital de la región de Nueva Aquitania. Tres días que empiezan a contar desde ya mismo, cuando pongo un pie en la pista de aterrizaje y me enfilo hacia ese faro que llaman La Cité du Vin. Mis expectativas son altas —dicen que es uno de los mejores museos del mundo— y tengo la intuición de que van a ser más que satisfechas. Tiempo al tiempo, que aún me quedan unos metros para llegar a ese edificio extraño que se erige entre la tierra y el río. Me parece una especie de decantador pero, por lo que leo, sus arquitectos Anouk Legendre y Nicolas Desmazières, con su diseño, recrean el alma del vino: compleja, cambiante y atemporal.
Accedo cargada con mi maleta —menos mal que las taquillas son grandes— y, ya solo con mi cámara, empiezo la visita. Lo hago en la sala de exposiciones permanente, donde me dan una audioguía que me permite ir a mi ritmo, ya que se va activando al acercarla a los puntos rojos que hay en las salas. Una manera con la que aprendo más sobre todas las facetas del mundo del vino y de la forma que más me gusta: tocando, oliendo, escuchando y… ¡en castellano! Las horas pasan rápido, tanto que he de acelerar el paso para ir a mi siguiente cita. Eso sí, antes disfruto de la exposición de Picasso y subo hasta la octava planta para, a más de treinta y cinco metros de altura, degustar una copa de vino. Opto por uno local, que para eso estoy en Burdeos, y lo degusto disfrutando de las vistas a la ciudad, que áun se muestra misteriosa.
Lo lógico sería ir al hotel pero decido ir a Les Bassins des Lumières, un centro de arte digital ubicado en el barrio Bassins à Flots. Abro la puerta pensando que voy a acceder a una sala de un museo, luminosa y amplia, pero en su lugar me encuentro que estoy en un gran espacio de hormigón y acero dividido en distintas cavidades y conectadas entre sí por una especie de pasillo. Hay mucha humedad y está oscuro, pero avanzo un poco más hasta que comienza a sonar una música y toda la sala queda iluminada con la luz de Sorolla. Me quedo allí mismo, inmersa en esa atmósfera mágica que crean las proyecciones replicándose en las paredes y reflejándose en el agua. Al terminar, todo vuelve a la oscuridad, a ese antiguo búnker construido por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial y que servía de resguardo y mantenimiento de submarinos. Al poco vuelve la magia, esta vez con una exhibición de Venecia y cuadros de Tintoretto, Bellini y Canaletto. Una hora disfrutando del arte como jamás podría haberme imaginado.
Ahora sí, toca dejar la maleta en el Hotel de Tourny y hacer, como suelo decir, una ronda de reconocimiento. Además, mi alojamiento está muy céntrico, lo que me permite moverme sin problemas. Lo primero que me llama la atención es la vida que tiene Burdeos y la luz que irradia, quizá por ese —mal— apodo de Bella Durmiente que tuvo en los ochenta. Un pasado que todavía arrastra injustamente porque la ciudad tiene una armonía inusual, con ese entramado de calles con impolutas casas, plazas con terrazas que rebosan vida, grandes avenidas y el río Garona marcando la personalidad de la urbe. Un rejuvenecimiento que fue impulsado por Alain Juppé, que en 1995 inició una transformación que ha hecho que su conjunto urbano sea Patrimonio de la Unesco (2007). Y lo logró quitando el gris que ensuciaba los edificios neoclásicos para devolverles su color blanco y diseñando una ciudad peatonal de grandes avenidas.
Hago tiempo hasta la hora de cenar —¡a las 20:30 horas!—. Lo hago sin prisa, observando a todas esas personas que disfrutan de una copa de vino o ya están cenando. Un paseo que termino en el restaurante Echo para deleitarme con una cena conmigo misma y un vino tinto de Burdeos. Momentos así no tienen precio.
Me levanto pronto y descubro una ciudad tranquila, con las calles solo ocupadas por los primeros turistas que están desayunando. En ese silencio me acerco hasta la catedral de San Andrés de Burdeos, imaginándome cómo sería esa boda entre Leonor de Aquitania y Enrique II, con la que toda la región pasaría a manos de Inglaterra hasta que Leonor descubre una infidelidad y se desquita. Aun así el influjo inglés se quedaría —aún se nota— y también la vocación intelectual que impulsó la reina. Como me explica mi guía, Bruno Coiffard, en esta ciudad vivió Montaigne (XVI), Montesquieu (XVIII) y, a comienzos del XIX Francisco de Goya, que murió aquí —todavía no me creo que lo enterraran sin cabeza—.
Mis pasos me llevan por calles con cafeterías bohemias, locales alternativos y callejones adoquinados jalonados por edificios renacentistas… y a la Grosse Cloche, uno de los campanarios más antiguos de Francia. De aquí a otra puerta que también recuerda los tiempos en los que se vivía entre murallas: la puerta Cailhau, que conmemora la victoria de Carlos VIII en Fornovo (Italia). En mi paseo me encuentro con joyas eclesiásticas como la iglesia de Nôtre-Dame o la basílica de San Miguel y su preciosa flèche. Una ciudad cuyo punto de encuentro es esa gran pista de baile a cielo descubierto que es la Place de la Bourse, con esa gran lámina de agua en la que los edificios se reflejan creando una imagen icónica de la urbe. Una elegancia que chirría al pensar que se creó para ser el centro neurálgico de la zona portuaria. A pocos metros encuentro el restaurante Pastel, en el que decido hacer un alto en el camino.
No me alejo del Garona ni de su pasado marinero pues, en la plaza de Quinconces, dos enormes columnas simbolizan el poderío del comercio y de la navegación. Al fondo, una gran fuente en memoria de los girondinos y su papel en la Revolución Francesa. De aquí me voy al barrio que antaño se podría decir que fue el de los vicios: Chartrons. Por así decirlo, era un lugar sin ley donde se cargaban los barcos rumbo a Inglaterra y el norte de Europa. Un barrio con aires parisinos en el que los almacenes han dado paso a tiendas, restaurantes y terrazas. Regreso hacia el Garona, donde en este punto se alza imponente el puente Jaques Chaban Delmas que, además, se está elevando y quedo hipnotizada viendo sus leves movimientos. ¿Mi plan para cenar? Quesos franceses con una copa de vino en la plaza Fernand Lafargue. Y lo mejor: hay gente tocando en directo.
Es mi último día. Paseo por el Jardín Público y me voy hasta el Darwin Eco-Système, uno de los lugares más de moda de Burdeos. Al poco sé por qué: lo que fue un antiguo cuartel hoy es un centro alternativo dedicado al desarrollo económico responsable, con empresas eco-responsables y su Magasin Général, el mayor bistro-refectorio orgánico de Europa. El sitio perfecto para disfrutar de una cerveza Darwin —¿creías que me iba a ir sin tomar una cerveza?— y del lugar. Eso sí, ahora me voy corriendo a descubrir los viñedos del Médoc. De vuelta me pego un homenaje en el restaurante Le 1925, una brasserie chic en la que las molduras del techo mantienen el sabor del art déco y una cocina que… ¡madre mía! No podría ser el mejor cierre para este fin de semana inolvidable.
Alrededor de Burdeos hay seis regiones vinícolas: Médoc, Graves y Sauternes, Blaye y Bourg, Saint-Emilion Pomerol y Fronsac, Entre-deux-mers. Cada una de ellas tiene sus especificidades, su historia, su encanto y su vino, así que elige la que más te guste.
La ciudad medieval situada entre viñedos, a 50 kilómetros de Burdeos, es una visita imprescindible, no solo por sus vinos, sino por su complejo arquitectónico y esa piedra caliza que la dota de personalidad. Una ciudad con dos caras porque bajo el suelo hay más de dos cientos kilómetros de galerías subterráneas.
El CAPC, Museo de Arte Contemporáneo está ubicado en lo que fue el depósito Lainé, un antiguo almacén de productos coloniales construido en 1824. Un espacio que fue remodelado y hoy es una visita más que recomendable, tanto por las obras que se exponen en él como por el lugar en sí.
Cómo llegar: Ryanair vuela directo desde València y Alicante. La frecuencia semanal desde València son los martes y los sábados.
Consejo: Adquiere la Bordeaux CityPass (está disponible para 24, 48 y 72 horas) porque incluye el transporte público y espacios como La Cité du Vin (por la mañana) o Les Bassins des Lumières.
Web de interés: Para organizar la visita lo mejor es acudir a la página web de la oficina de turismo de Burdeos. Es: www.burdeos-turismo.es
* Este artículo se publicó íntegramente en el número 94 (agosto 2022) de la revista Plaza