La pívot del Valencia Basket debutó la temporada pasada con apenas quince años y ya le cuelgan del cuello varias medallas. Awa Fam encarna hoy el futuro del baloncesto femenino en España
VALÈNCIA. Con Awa Fam conviene darse prisa. Todo en su vida va rápido, vertiginosamente rápido y, si te despistas, seguro que algo habrá cambiado en su vida: habrá ganado una nueva medalla, habrá crecido otro centímetro, habrá logrado otro hito… Awa Fam es una adolescente de dieciséis años, pero también la pívot española más importante de su generación. Con quince años, la pasada temporada, en diciembre, debutó con el primer equipo del Valencia Basket y este verano se ha colgado dos medallas de plata, con la selección española: en el Mundial Sub-17 y otra en el Europeo Sub-16.
La última temporada jugó hasta en siete equipos distintos. Porque Awa era una jugadora cadete, pero esa categoría se le quedaba pequeña, así que también pasó por la Liga 1, Primera Nacional, la júnior, la selección valenciana y las dos selecciones nacionales. «Ha sido un poco caos, la verdad. Cada día estás en un equipo y es muy complicado saber qué necesitan de ti en cada uno», asiente esta chica de Santa Pola que lleva viviendo en València desde los trece años.
Awa Fam acaba de terminar el entrenamiento en L’Alqueria del Basket. Sale del vestuario y viene de frente con una larga melena trenzada. Llama la atención. Está dando sus primeras entrevistas y anda algo asustada, pero no es consciente de que ella también resulta imponente. Lo es por varios motivos: por su aura de gran promesa del deporte español, por su tamaño y por un rostro serio. Pero luego se sienta, sonríe y se muestra como una joven encantadora.
Da la sensación de que, a pesar de su fama, de su paso por tantos equipos en un año, de sus éxitos... está bien anclada. Gran parte de culpa la tienen sus progenitores y los entrenadores del equipo más pequeño por el que ha pasado, el cadete, con el que se proclamó campeona de España. Ahí siguió con lo básico: mejorar su coordinación, seguir aprendiendo el abecedario del baloncesto y no volverse tonta. Al frente de ese equipo, casual o no, está uno de los mejores entrenadores del baloncesto valenciano: Manolo Real, quien hace unos años, al mando del Ros Casares, se proclamó campeón de la Liga y la Copa, y alcanzó la final de la Euroliga. Manolo, que también fue director deportivo del Valencia Basket, del equipo masculino, ya no quiere estar en la élite. Ahora prefiere ese tramo clave para una deportista, cuando las niñas se hacen mujeres, cuando terminan de formarse físicamente, cuando están a un paso de la élite. Ahí es feliz y ahí ha logrado, durante dos años consecutivos, los dos únicos títulos de campeón de España de un equipo de la cantera en la historia del club.
Manolo está casado con Pepa, una arqueóloga que aceptó integrarse como delegada del equipo cadete. Ella no se limita a presentar las fichas y hacerse cargo de la burocracia de cada partido; es algo así como la psicóloga del equipo. Con el confinamiento, entendió que no podía abandonar a las chicas a su suerte, así que casi a diario realizaban videollamadas para hablar, contar cómo estaban y mantener unido al grupo. «Pepa, para no dejar de lado el baloncesto ni el equipo, y para que se hiciera más corto el confinamiento, nos hizo escribir un libro entre todas. Lo que hacía era que cada noche contaba una historia y cada una tenía que continuarla. Hacíamos videollamadas, lo leíamos, hacíamos juegos; con Manolo hacíamos bote y todo eso para no dejar el equipo de lado, aunque nos perdimos un Campeonato de España. Ese libro al final se imprimió y lo leímos todas».
Awa es la pequeña de tres hermanos. Hijos, los tres, de un matrimonio de senegaleses que vinieron hace años a España. La pareja se asentó en Santa Pola y abrió una tienda de productos africanos. Luego, cuando llegaron los niños, cerraron su comercio y comenzaron a vender en los mercadillos itinerantes que van por toda la provincia. Awa es española, pero no da la espalda a sus raíces. Ha viajado tres veces a Senegal, a Guediawaye, la ciudad originaria de su familia, en el departamento de Dakar, al borde del Atlántico. «De las dos primeras no me acuerdo porque era muy pequeña, pero de la tercera, que ya fue en 2019 o 2020, sí. Fui con mi madre y mi hermano, y me encantó. Quiero volver. Ahí es mucho de estar con la familia, todos juntos. Senegal es muy diferente a España, pero me gusta».
La elección de su nombre, Awa —que se puede traducir al español por Eva—, la hizo su tío. Ella es cien por cien española, pero sus raíces son importantes. No solo por sus ancestros, que también, sino porque la comunidad senegalesa estuvo a su lado cuando llegó el momento de dar el salto a un gran equipo. El Polanens, el equipo de Santa Pola, era ya un juguete para esa chica con unas aptitudes físicas excepcionales, y su entrenadora, Mari Carmen Sempere, entendió que, para crecer tenía que irse fuera. Manolo Real dirige un campo de tecnificación y Awa Fam fue a hacer una prueba. Ese verano ya había debutado en la selección española sub13, pero allí se llevó unas zapatillas de su hermano Tala, que juega al baloncesto en Irlanda. «Me gustaban mucho, pero me venían muy grandes, aunque en ese momento no me daba cuenta». La familia Fam iba muy justa económicamente, así que la comunidad senegalesa de Santa Pola se unió para, aportando modestamente lo que podía cada uno, aunque fueran cinco euros, comprarle a Awa un par de buenas zapatillas.
Awa, tres años después, tiene el piso al lado de l’Alqueria repleto de zapatillas, pero en un rincón aún conserva ese par de Adidas rojas y blancas que le recuerdan quién es y de dónde viene. Su madre le insiste mucho en que no lo olvide, y Manolo y Pepa han estado tres años afianzando la humildad y el respeto que ya traía de casa. «Ellos son como mis padres. Desde el primer día, cuando llegué al campus, ya me trataron genial. Me tuvieron como referente. Siempre me han entrenado ellos, hasta este año, que me tengo que separar. Pero yo, siempre que pueda, iré a entrenar con ellos por las mañanas. No solo me han ayudado a ser mejor jugadora sino a evolucionar como persona y ser más fuerte psicológicamente».
Al lado de Awa Fam, espera su amiga Lucía Rivas, otra joya de la cantera con quien ha conquistado la medalla de plata sub16. Las dos, grandes, talentosas, forman una pareja interior que apunta muy alto. Se conocen desde aquel campus en el que aterrizó Awa con trece años y desde entonces han jugado juntas, han vivido juntas y han estudiado juntas en el instituto Fuente de San Luis. Lucía ha salido del vestuario, ha saludado con una sonrisa muy dulce y se ha entretenido mirando el móvil. Lucía, Awa y Mirembe Twehamye —la tercera del equipo que ha estado en la selección— son las tres últimas medallas logradas por la cantera del Valencia Basket en un verano en el que han recibido diecinueve. «Este verano muchos jugadores del Valencia Basket hemos conseguido medallas de oro y plata en campeonatos internacionales y eso creo que eleva mucho el nombre del club», apunta Lucía.
Lucía, como otras compañeras, ha sido fundamental para que, dejar atrás la familia con solo trece años, fuera mucho más sencillo para Awa. En Santa Pola ya no podía crecer más. Un poco antes, en primero de la ESO, pegó un estirón: «Ahí empecé a darme cuenta de que era más grande que las demás. Entrenaba con niñas que me sacaban dos años y yo era más grande, pero luego llegué a València y aquí, en l’Alqueria, esta es una estatura normal. A mi madre le costó dejarme ir, pero ya cometieron un error con mi hermano Tala, que se fue demasiado tarde, y decidieron que si era lo que yo quería, que podía venirme».
En cuanto se asentó, comenzó a destacar. Awa Fam empezó a hacerse un nombre y no tardó en convertirse en la joya de la corona. El ruido a su alrededor es cada vez mayor, pero Manolo y Pepa hablan mucho de ese tema con ella. «Ellos me repiten: ‘‘Awa, mantén los pies en la tierra. No dejes la humildad, ni dejes que te crezca el ego porque has subido a entrenar o a jugar con tal equipo’’. El año pasado y el anterior, yo estaba en el cadete pero entrenaba más con el júnior, y Manolo siempre me decía que me pasara por los entrenamientos, que saliera de mí, y yo lo hacía, claro».
El año pasado empezó a ir convocada con el primer equipo. En diciembre, un día de partido, al acabar la sesión de la mañana, Rubén Burgos, el entrenador, se acercó a Awa y le comunicó que esa tarde iba a debutar, y que lo iba a hacer como titular. Esa tarde, sus padres —Madoumbe Fam y Arame Thiam— llegaron temprano, elegantemente vestidos, y se sentaron en una de las primeras filas del palco de la Fonteta. No querían perderse el estreno de su hija. Awa hizo un partido espantoso aquel día, pero Burgos ni pestañeó; sabe que tiene una de las grandes promesas del baloncesto europeo y no piensa perder la paciencia. Sabe que es una chica que tiene que seguir yendo al instituto, que tiene que seguir creciendo y mejorando algunos aspectos de su juego, pero también tiene muy claro que, antes o después, Awa será una jugadora importante.
Los Fam son musulmanes y en el confinamiento, aprovechando que no entrenaban tanto ni competían, Awa quiso hacer el ramadán. Manolo y Pepa, empeñados en enseñarles a las niñas que lo diferente les enriquece, le pidieron a la jugadora que explicara a las compañeras qué es eso del ramadán. «Al final, el ramadán, si pillas una rutina, no es tan difícil. Entonces les expliqué qué era, a qué horas comíamos, cómo lo sufríamos… Todas me escucharon con mucha atención. Este año que he tenido tanta actividad, por ejemplo, es imposible estar sin comer ni beber desde que sale el sol hasta que se pone, pero mi familia no es tan estricta y lo entiende. Porque es imposible entrenar por la mañana, ir al instituto y volver a entrenar por la tarde sin beber. Lo de comer, no tanto».
Awa, además de su potencia física, es una jugadora grande. En su ficha pone que mide 1,92, pero ha quedado obsoleta: está en 1,93, aunque cree que es su tope. «El año pasado me dijo el médico del Valencia Basket que probablemente llegue a 1,95. Pero yo creo que ya no voy a crecer más. Es muy difícil coordinar un cuerpo cuando crece tanto. Y a mí aún me queda mucho trabajo de coordinación por delante».
Pero el baloncesto no es solo la estatura. Awa Fam tiene una envergadura aún mayor. Con los brazos extendidos, de punta a punta de los dedos, mide 2,01. Sus manos y sus pies, pese a que las chanclas que lleva parecen gigantes, son más normales —calza un 45 o un 46—, acordes a una chica de 1,93. La mayoría de equipos solo tienen a una chica tan grande, pero Lucía Rivas no le va a la zaga. Manolo, por eso, para que aprovechen esa superioridad que les da jugar juntas, no hace más que enviarles vídeos de cuando Oberto y Tomasevic, dos tipos de 2,08, estaban juntos en el Pamesa Valencia. Cuando escucha sus nombres, Awa dice que no sabe quiénes son, con un gesto de hartazgo, como de «este señor va a contarme otra historia de viejas glorias…» pero, cuando descubre que son los protagonistas de los vídeos de Manolo Real, recuerda inmediatamente quiénes son: «¡Ah! Vale, son esos dos».
Awa y Lucía son almas gemelas. «La conozco desde el primer año que llegué al campus y desde entonces somos como hermanas. Hemos tenido la oportunidad de vivir juntas, aunque este año nos han separado, pero vamos al instituto juntas, comemos juntas, jugamos en el mismo equipo…». Aunque los inicios no fueron sencillos. El primer año en el Valencia Basket Awa acababa llorando casi todos los partidos. «Es que acababa superagobiada. Cuando yo noto que no me están saliendo las cosas, me agobio y me frustro conmigo misma. Al terminar, me iba al banquillo y me ponía a llorar. Pepa y Manolo trataban de animarme, pero siempre lloraba. Ellos me convencieron de que tenía que estar más tranquila, que las cosas acabarían saliendo, que solo tenía que tener los pies en la tierra. Siempre me decían que empezara por la minúscula, y la minúscula es lo que sabes que tienes que hacer bien: sabes que tienes que rebotear, meter canastas debajo del aro, taponar, ocupar espacio… Cuando hagas eso bien, saldrá el resto. Y yo intentaba saltarme eso haciendo más cosas. Así que me centré en la minúscula».
En el instituto avanza con dignidad. El último año, a pesar del trajín, de ir de un equipo a otro, lo aprobó todo menos las Matemáticas, que se le atascaron. Algo parecido le pasa con el Inglés, que no le entra, pero todo el mundo le insiste en que va a ser fundamental en su vida. Y más en una chica que sueña con irse de vacaciones a Los Ángeles y jugar en la WNBA. «Me encantaría, es mi sueño, pero por ahora estoy muy bien aquí».
Los sueños no hacen que se despiste, y antes de despedirse lanza un mensaje que parece impropio de una niña de dieciséis años: «Yo tengo clarísimo lo que soy. Sé mejor que nadie de dónde vengo; vengo de una familia senegalesa que siempre ha sido muy humilde. No soy de una familia rica ni nada y mis padres me han enseñado que la humildad es lo primero. Si tú tienes y una persona no tiene nada, tienes que ir y ayudarla. Sé perfectamente la edad que tengo, sé perfectamente que tengo que ir al instituto, sé perfectamente que todo lleva su tiempo… No tengo aún veinte años y todavía tengo que pasar un proceso. Siempre me han dicho que tenga paciencia y que lo que tenga que llegar llegará. Mi padre me lo dice mucho: ‘‘ten paciencia, estudia, trabaja y llegarás adonde quieras llegar’’»
* Este artículo se publicó originalmente en el número 95 (septiembre 2022) de la revista Plaza