VALÈNCIA. Paseaba por un bosque de helechos y coníferas cerca del poblado valenciano de Alpuente. Caminaba a paso lento, ya que pesaba algo menos de veinte toneladas. No comía carne y se alimentaba de plantas, aunque no se le podría describir como un herbívoro porque la hierba aún no existía. Con su cuello largo, desde lejos parecía una jirafa, pero estas aún no habían evolucionado cuando este gigante nació. En aquella época los antepasados más cercanos a los mamíferos actuales eran diminutos y muy parecidos a roedores, y los dinosaurios saurópodos como este poblaban la Tierra. Al que vivía en Alpuente aún le quedaban algunos años para llegar a ser un adulto pero falleció por efecto de algún depredador o por culpa de alguna enfermedad inesperada. Su cadáver fue tapado por cientos de kilos de tierra, rocas y sedimentos. Finalmente, ciento cincuenta millones de años después los descendientes de aquellos mamíferos diminutos —ahora convertidos en humanos— lo desenterraron.
Entre ese grupo de paleontólogos había una joven estudiante de Biología. Su nombre es Maite Suñer, y como relata a pocos metros de los huesos de aquel animal jurásico, «la existencia de dinosaurios en la zona se sabía desde hacía años. Los trabajos sistemáticos comenzaron en los años noventa con los doctores José Vicente Santafé y Lourdes Casanovas, pioneros en España en el estudio de fósiles de dinosaurios. Empezaron a excavar en esta zona junto al profesor de la Universitat de València Carlos de Santisteban, y ahí salieron unos restos fósiles». En concreto, se trataba de otro dinosaurio diferente al del comienzo de esta historia. Era una especie nueva para la ciencia y también era un saurópodo; es decir, un dinosaurio de cuello largo. Y como apareció en la aldea de Losilla, fue bautizado como Losillasaurus giganteus. La historia no se quedó ahí: «aquí, en la zona, no había ningún museo, así que los huesos fueron a parar al museo de Viveros de València. Pero después de aquel descubrimiento pasaron unos años y parte de las personas que excavamos allí volvimos a prospectar la zona. Y fue entonces cuando un compañero nuestro encontró nuevos restos. Ocurrió en una de las aldeas de Alpuente y se trataba de otro dinosaurio», explica Suñer.
En esta ocasión la cosa iba a ser diferente. «Se empezó a excavar entre 1999 y 2000. En el Ayuntamiento pensaron que podía ser interesante que esta vez los restos se quedaran aquí en lugar de irse fuera. La idea gustó y se empezó a darle forma al proyecto. En las antiguas escuelas se montó un laboratorio paleontológico y se empezó a trabajar sobre los restos sin salir del pueblo. El Ayuntamiento compró una antigua ermita que pertenecía a un vecino, la restauró y montó allí el museo». En esta ocasión sí que se trataba del dinosaurio que murió en Alpuente hace ciento cincuenta millones de años. Aquella estudiante intrépida se ha convertido en doctora en Paleontología y además es directora del Museo de Paleontología de Alpuente, que alberga los restos del saurópodo que ayudó a descubrir. «Aquellas excavaciones me cambiaron la vida; recuerdo que llegué para ver qué había y me enganchó. Para mí este dinosaurio es como un hijo: he participado en su excavación, en la preparación de sus restos fósiles y además es mi tesis doctoral».
A partir de la creación del museo y del laboratorio se empezó a poner en valor todos los restos paleontológicos de la zona, desde huellas de dinosaurios a otras piezas que han ido apareciendo. De hecho, recientemente, han encontrado restos de otro dinosaurio, un ornitópodo, cuyo descubrimiento tiene una gran importancia porque los fósiles de este grupo de animales son escasos en Europa. Estos dinosaurios se alimentaban de plantas, eran bípedos, llegaban a alcanzar los ocho metros de largo y, por lo que parece, también vivían en la costa mediterránea.
Todos estos restos fósiles, sobre todo los que se han quedado en Alpuente, han revitalizado una zona rural que en la actualidad cuenta con unos mil habitantes, pero que recibe turistas gracias a estos descubrimientos. Pero si bien este podría parecer un caso de éxito en el que un pueblo pequeño prospera más allá de los sectores tradicionales, la historia de la Paleontología patria tiene un lado oscuro. Instituciones como el Museo de Alpuente, así como casi todas las excavaciones paleontológicas españolas, dependen en gran medida del altruismo de las personas que trabajan para sacarlas adelante y que, en su mayoría, no reciben una contraprestación económica. Esto es especialmente triste cuando esa labor no solo es importante para la ciencia sino también para el desarrollo de zonas rurales en decadencia económica.
De irse fuera de su país para dedicarse a la ciencia sabe mucho el doctor en Paleontología e investigador Borja Holgado quien, natural del Puerto de Sagunto, actualmente trabaja al otro lado del Atlántico. «En España hacía investigación, pero limitada porque era un estudiante. El máster lo hice también aquí pero para el doctorado ya me fui al extranjero por dos motivos. El primero por mi gran interés en los pterosaurios —más conocidos por el gran público como pterodáctilos— y, como quería estudiar esos animales, me fui a Brasil, uno de los sitios del mundo donde más aparece este grupo de animales extintos. Pero también me fui fuera porque allí había más oportunidades. Aquí la financiación es mucho más limitada y posiblemente tendría que haber trabajado en un tema que no era de mi interés».
Al contrario de la creencia popular, los famosos pterosaurios en los que se ha especializado Holgado no eran dinosaurios. Se trataba de reptiles muy grandes que podían volar y, pese a convivir con los dinosaurios, no pertenecían a ese grupo de animales. Tampoco existieron dinosaurios marinos, aunque los plesiosaurios, ictiosaurios y mosasaurios —otros grupos de reptiles— sí que poblaron los océanos de aquellos días.
Holgado ha participado en la descripción de nuevas especies de pterosaurios en cuatro continentes. «Uno de los más completos que he ayudado a identificar pertenece a un yacimiento que es una rareza, pues es muy rico en restos de pterosaurios. De hecho, hay tal cantidad de restos que al lugar le llaman el cementerio de los pterosaurios. Solo hay tres yacimientos en el mundo así y en 2019 tuve la suerte de publicar una especie nueva de allí, el Keresdrakon vilsoni».
Pero la carrera de Holgado fuera de España también ha tenido sus momentos dramáticos, como el ocurrido durante el incendio del Museo Nacional de Río de Janeiro mientras hacía su segundo año de doctorado allí. «El incendio comenzó el 2 de septiembre de 2018. Había millones de objetos y se perdió muchísimo. Fue muy dramático porque, por ejemplo, estaban las únicas momias egipcias que había en América Latina. Los paleontólogos tuvimos algo más de suerte que los arqueólogos, porque el fuego tardó más en llegar hasta los armarios donde teníamos los fósiles, pero la mayoría de piezas de la exposición se perdió para siempre. Era la mayor institución de historia natural de América Latina. Y más allá de la paleontología, los únicos restos de algunas culturas indígenas brasileñas, que ya se han extinguido, estaban allí. No estaban digitalizadas. Se quemó y ya no existen. Esas culturas han desaparecido para siempre».
Después del incendio del Museo Nacional de Río de Janeiro, Holgado ha tenido una gran carrera científica. Por ejemplo, en 2019 ayudó a descubrir el primer ejemplar de Iberodactylus andreui, el mayor pterosaurio fósil hasta la fecha. Lo encontraron en Obón (Teruel) y tenía unos cuatro metros de envergadura, y más allá de ser un ejemplar único y muy importante para la ciencia, también ha sido una fuente de inspiración para un artista valenciano. En concreto para Hugo Salais, que además de ser doctor en Neurobiología, actualmente trabaja haciendo ilustraciones científicas. Y como parte de su trabajo, ayudó a reconstruir cómo podría haberse visto el descubrimiento de Holgado.
Salais trabaja en muchas áreas de la ilustración, pero sus reconstrucciones paleoartísticas no dejan indiferente a nadie. «Una reconstrucción paleoartística es la representación gráfica del aspecto de un organismo extinto, inferido a partir de sus restos fósiles conocidos», explica el ilustrador. Es decir, el trabajo de Salais consiste en ilustrar de forma realista los organismos del pasado. Pero ¿cómo llega un doctor en Neurobiología a dedicarse a un trabajo artístico? «Estaba bien en el laboratorio, pero haciendo el doctorado me di cuenta de que la investigación no era lo mío y más o menos a la vez descubrí que existía algo llamado ilustración científica. Es decir, creces leyendo libros de ciencia llenos de ilustraciones pero, claro, no te planteas que esto lo hace alguien y que esa disciplina tiene un nombre. Y siempre estuve de forma equidistante entre el arte y la ciencia. Al principio lo compaginaba con la investigación pero hace tres años decidí dejarme el laboratorio para dedicarme en exclusiva a la ilustración».
Salais recientemente ha trabajado para el Instituto Geominero del CSIC, también para el Museo de Historia Natural de Londres y el Museo Real de Ontario. Pero uno de sus últimos encargos ha sido particularmente interesante. El Museo de Malapa de Sudáfrica quería hacer reconstrucciones de escenas con homínidos primitivos, es decir, primates emparentados evolutivamente con los humanos. «Pusieron un anuncio por Twitter buscando paleoartistas. Les mandé mi portafolio y me eligieron para hacer una representación de la región de Malapa en tres momentos prehistóricos diferentes. Uno hace dos millones de años con un grupo de Australopithecus sediba; otro hace un millón de años con Paranthropus boisei, y finalmente hace 250.000 años con Homo naledi. El reto era representar esas tres especies de homínidos, su fauna y su flora».
Y es que, hablar de fósiles no es solamente hablar de dinosaurios. Salais ha hecho ilustraciones muy variadas de grupos de animales extintos pero siempre es un trabajo altamente complicado. «Tienes que representar algo que no se puede observar directamente. Dentro de la historia del paleoarte, como altavoz de lo que ha sido la Paleontología, se ha reflejado lo que se sabía en cada época. Por ejemplo, a los dinosaurios al principio se les representaba como lagartos tontos, luego como depredadores viciosos. Pero ahora se tiende a representarlos en conductas más variadas. Lo que importa del paleoarte es que esté bien hecho en función de la evidencia científica disponible en el momento de su producción. Si con el paso del tiempo cambia la evidencia, no pasa nada; el paleoarte es hijo de su tiempo».
Y esto lleva a uno de los temas más curiosos de esta disciplina. ¿Cómo se decide representar a un ser que vivió hace millones de años? «Si me dieran un euro cada vez que me preguntan por las plumas de los dinosaurios sería rico. También sobre de qué color eran los dinosaurios». Salais se refiere a que hay evidencia creciente de que algunos grupos de dinosaurios tenían plumas. Al fin y al cabo, esta información no debería sorprender, puesto que las aves actuales son los dinosaurios que sobrevivieron a la gran extinción masiva del final del Mesozoico.
No obstante, el gran público lo desconoce y por eso cuesta imaginar a un dinosaurio cubierto de plumas. «En cuanto al color, partimos de la base de que la evidencia de coloración requiere que se conserven pigmentos, y eso es muy difícil. Lo habitual es no tenerlos, así que tenemos que especular. Hay que hacerse una imagen completa de la biología del organismo a representar. Estamos hablando de su morfología, de su fisiología, alimentación, ecología y hábitat. Y a partir de eso, se especula su coloración. Por ejemplo, no se le debe poner una coloración rojo chillona a una especie depredadora de una zona boscosa que tiene que emboscar a sus presas porque debería camuflarse para cazar. También podemos fijarnos en los descendientes vivos de los organismos a recrear. Por ejemplo, en los felinos vemos que en todo el linaje actual cercano a especies extintas conservan en su coloración unos elementos, como manchas y colores que se repiten siempre. Eso te dice que un tigre dientes de sable posiblemente se parecería a ellos».
La costa mediterránea fue en el pasado el escenario de historias asombrosas plagadas de seres gigantes, pero también de otros organismos a priori menos llamativos pero que también han dejado sus fósiles por todas partes. De estudiarlos se encargan paleontólogos, quienes dedican muchos esfuerzos a desentrañar la historia evolutiva del planeta Tierra. Entre medias, gracias al esfuerzo de estos científicos e ilustradores, los niños podrán seguir soñando con aquellos días del pasado y preguntándose de qué color eran los dinosaurios.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 88 (febrero 2022) de la revista Plaza