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ALICANTE. El otro día, de madrugada, me desperté. Llevaba varias noches despertándome. Cuando me pasa eso, por regla general, es porque debo de cambiar algo en mi vida rápidamente.

Me desperté y, realmente, no sé por qué me desperté. Quizá fue el calor, las cosas que tenía que hacer a la mañana siguiente o la culpa compartida –la real y la fingida–. Todos tenemos alguna, no me digáis que no. Una conciencia tranquila es, por lo general, una señal de muy mala memoria. Quizá fue una mezcla de todo. La cosa es que me vi sentado en el sofá, podría decirse que rezando. A ver, no rezaba como tal porque desconozco las oraciones y tampoco me dirigía a nadie en concreto, hablaba para el primero que sintonizara mi canal y me escuchara. Estaba hablando conmigo mismo, pero la cosa es que me contestaron. Me contesté. Mi voz interior, realmente, me contestó.

Hablar con uno mismo es de lo más normal. Todo el mundo debería de hacerlo, mínimamente, dos veces al día para tratar de ser menos imbéciles el día de mañana. Si alguien piensa que hablar con uno mismo es de chalado –disculpad la palabra, no escribo este artículo como algo técnico, se escapa mucho de lo que suelo escribir en esta columna, es más una charla entre viejos amigos– es la primera clave para saber que estás contándole tu vida a un idiota de remate.

La voz era suave, casi un susurro, y provenía de algún rincón oscuro de la habitación. No me asusté, al contrario, sentí una extraña calma por ese diálogo conmigo mismo. Hacía mucho que iba como un autómata y no hablaba conmigo, a pesar de haberme trabajado muchísimo en un pasado. Pero dejé de hablarme, no sé por qué. Supongo que llegaron cosas a las que les di preferencia sin tenerla.

“¿Por qué te preocupas tanto?”, preguntó la voz. Me quedé en silencio, tratando de encontrar una respuesta que no sonara ridícula. “No lo sé”, respondí finalmente. “Vuélvete a la cama, Luis” me dijo. La conversación continuó, y aunque no recuerdo todas las palabras exactas, sí recuerdo la sensación de alivio que me dejó. Cuando finalmente me volví a acostar, sentí que había dejado una parte de mi carga en ese sofá, en esa charla con la voz desconocida. Y por primera vez en mucho tiempo, dormí profundamente, sin sueños ni preocupaciones.

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