Juan Carlos De Manuel merece una “demanuelina”, pero desde que su taquilla sigue cerrada en el vestuario de los letrados de las rotativas, que nadie se atreva a imitar un leve gesto de su pluma o tenga por seguro que le enviaré a mis padrinos. Y a mis madrinas.
Yo no conocía de nada a de Manuel, no sabía quién era ese tipo que yo escuchaba risueño los viernes en la radio, que desenvainaba a la más mínima contra Monsieur De la Rosa como un Valle-Inclán (total, para acabar la justa como Max y Don Latino, secando la garganta con algún licor escogido de la mejor bodega de Padre Esplá, sostengo).
De Manuel es una especie de Falstaff, pero si le sacas lo de bravucón y pendenciero y le dejas lo de bon vivant y observador de la condición humana. Pertenece a la clase del fool inglés, que no es ni el bufón ni el “gracioso” al castellano modo, un fool que es un zanni ilustrado en los salones palaciegos como en los callejones. De Manuel viene a ser eso, pero a la valenciana. Llegó a la terreta con su melena heavy mientras Bush estrenaba la primera temporada en Irak y aquí se quedó.