Opinión

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La reforma del sistema electoral que nadie propone

Publicado: 25/07/2025 ·06:00
Actualizado: 25/07/2025 · 10:06
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Tras una semana en la que el Gobierno solo podrá presumir de poco más que ver aprobada su propuesta para reformar el reglamento del Congreso de los Diputados para dejar de llamarse, precisamente, “de los Diputados”, vuelve a ser motivo de reflexión, o debería, qué sistema político soporta sin resentirse que un Gobierno sea incapaz de sacar adelante poco más que minucias, y no, por ejemplo, unos presupuestos -ya llevamos dos prórrogas, en 2024 y 2025-, ni otras cuestiones sí de verdad trascendentes para la ciudadanía, pero pudiendo, sin embargo y al mismo tiempo, parapetarse sin que den los números para censurar su incapacidad de gestionar un país.

Esa situación de bloqueo se debe, fundamentalmente, a la incompetencia de las últimas generaciones de políticos que han hecho de la trinchera su hogar y de la confrontación bandera, olvidando, como decía Jürgen Habermas, que la política es ese espacio institucional en el que los desacuerdos se convierten en acuerdos legítimos a través de la deliberación, herramienta fundamental de la democracia. Nos gobiernan los inútiles y la oposición está en manos de incapaces, y así nos va.

Pero más allá de las cualidades, pocas o ninguna, que atesoran nuestros representantes públicos actuales a la hora de sentarse a debatir sobre las decisiones que deben adoptar por consenso, lo cierto es que el sistema actual no ayuda a corregir estas deficiencias humanas. O lo que es lo mismo: las instituciones no sirven de contrapeso a las carencias personales.

 

  • El Congreso de los Diputados. -

Nuestro sistema electoral, procedente de los acuerdos constitucionales de la Transición, fue una apuesta por un modelo de estabilidad y continuidad, favoreciendo a los grandes partidos y penalizando a los pequeños al tiempo que garantizaba voz y voto, demostradamente de manera excesiva, a determinadas fuerzas nacionalistas de corte territorial. La voluntad era comprensible y, hasta cierto punto loable: asegurar la paz social mediante acuerdos mayoritarios y respetar las identidades locales dándoles la suficiente presencia. El resultado, en manos de auténticos mastuerzos más preocupados por lo particular que por lo general, ha sido desgraciadamente el que conocemos: bloqueo y desencuentro, con un aderezo de chantaje territorial constante desde formaciones nacionalistas que ya abogan abiertamente por la independencia de sus territorios, más cómodos realmente en la reivindicación permanente que deseosos de conseguir lo que reclaman.

Descartado que los políticos vayan a reconducir con su actitud la situación, ya que han tenido oportunidad de hacerlo antes sin siquiera intentarlo, la única alternativa que se nos plantea es reformar el sistema electoral: el verdadero melón constitucional que deberíamos pensar en abrir, ya sin miramientos y conscientes de que no podemos seguir soportando ni la soberbia insultante de las mayorías ni los chantajes perversos de las minorías.

Del PSOE actual es obvio que no podemos esperar avances en este camino. Ni siquiera de esos críticos que amenazan ruidosamente con acudir al Tribunal Constitucional a cada cesión que desde Moncloa se hace al nacionalismo por los votos con los que apuntalan al actual presidente del Gobierno. Pero del PP ignoramos qué intenciones alberga, si es que las tiene, de modificar en profundidad un sistema electoral que, en su día, sirvió a ese partido para llegar y mantenerse en el poder precisamente con las mismas artes que hoy denuncia. Y de aquellos pactos del Majestic, estos lodos.

La solución, por tanto, pasa por cambiar todo lo que hemos conseguido que no funciona: un Senado que sea realmente cámara de representación territorial en un Estado complejo como el nuestro, dejando el Congreso para la representación de la ciudadanía en su conjunto y, en consecuencia, debiendo modificarse nuestro modelo de circunscripción electoral para aproximarnos de verdad al principio de un ciudadano, un voto, algo que sorprendentemente muchos seguimos reclamando después de bastantes décadas desde su propuesta. Como igualmente debemos avanzar hacia instrumentos de democracia directa y no tanto representativa, por ejemplo, en la elección del poder ejecutivo, garantizando la autonomía entre éste y el legislativo, limitando claramente sus funciones y estableciendo un modelo de equilibrios y contrapesos realmente eficaz. Como habría que evolucionar de una vez hacia un sistema de listas desbloqueadas que comprometa de verdad al electo con sus electores a través de la debida rendición de cuentas.

La reforma debe ser integral, partiendo del propio texto constitucional. Y ha de abordar seriamente los problemas a los que nos enfrentamos y que hemos creado de la mano de pésimos actores políticos desde mediados de los años ochenta del siglo pasado. Pero ello requiere, primero, voluntad de quienes decidimos: seguir votando a los que viven a la sombra de un modelo caduco y corrompido no es la alternativa. Y segundo, prudencia y análisis de las posibles soluciones, porque en ningún caso se trata de que unos locos sustituyan a unos oportunistas.

Si no podemos elegir bien, es difícil que bien nos gobiernen.

 

 

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