VALÈNCIA. La música —como la poesía—, tiene muchas virtudes y poderes, pero entre ellos no se cuenta, aunque nos guste creer que sí, la capacidad para derribar regímenes tiránicos o sistemas corruptos. Solemos hablar de su poder liberador, pero esa libertad va por otro sitio. Hasta el momento, lamentablemente, las guitarras no pueden con los rifles. Las notas, si bien no inofensivas, no hieren como las balas. Por no hablar de matar (salvo en momentos muy concretos y en contadas ocasiones). El impacto de unas y otras puede ser muy profundo, pero es preferible enfrentarse a las primeras que a las segundas. Las posibilidades de sobrevivir son mucho más altas. Ambos instrumentos, musicales y de la muerte, son herramientas generadoras de cambios. El cambio es el territorio que habitan y en el que cumplen su función: es allí donde pueden ser fieles a su naturaleza. Ambas, claro está, son obra humana. Obra, de hecho, muy temprana. Tan temprana que se diría que no podemos ser del todo nosotros sin ellas. Es curioso. Y es cierto, eso sí, que a los déspotas, sátrapas y a toda la corte de parásitos que viven de sus crímenes y excesos, la música les suele incomodar, y enseguida tratan de ponerle un corsé o una mordaza. O ambas.
Ya sean temblorosos líderes religiosos en contra del baile, dictadores asesinos de cualquier tipo de disidencia, o alcalduchos inseguros y enemigos de la pluralidad, todos se sienten amenazados por el poder de la música, y por ello desarrollan leyes, prohibiciones, penas y calamidades destinadas a silenciar la música y a acallar a quienes la practican. Y eso, como decíamos, que son ellos quienes tienen las armas. El problema es que estas medidas, en muchas ocasiones, generan un efecto indeseado (para ellos). A poco que una melodía censurada logra escapar del cerco diabólico, sus receptores se convierten en repetidores y amplificadores a todo lo que dé de sí la preocupación, el interés o el morbo. Las ganas de llevar la contraria al censor. Lo que se conoce como el efecto Streisand.