VALÈNCIA. Cuando acudo al Grupo Residencial Malvarrosa una flechas en la puerta le dan todavía más énfasis laberíntico al edificio. Hay que girar a la derecha, luego arriba, luego otra vez a la derecha, una vez allí en la sala del fondo, se presenta un libro. Un libro que es un regreso. Pero eso lo veremos después. El Grupo Residencial Malvarrosa permanece casi intacto en su condición de edificio alternativo. Colmena rebelde de los setenta que no quiso ser como las de los demás en esa franja huerta-mar, apenas a un paso del Politécnico y Beteró. ¿Es aquí?, pregunta una visita curiosa en la entrada. Como si pudiera presentarse un libro sobre un edificio singular en cualquier otro bloque de la calle. Es aquí, Calle San Rafael.
Aquí un arquitecto, Alberto Sanchis, quien despuntaba imaginando urbanizaciones que sortearían los cánones, quiso no dejarse llevar por la inercia arquitectónica. Debía hacer un edificio que no atendiera a sus gustos -o no solo a esos- ni que se conformara con replicar un molde. Un edificio que atendiera a las preferencias de quienes lo iban a habitar.
El edificio es el resultado de una reunión. La de unos cuantos arquitectos noveles, sumados a la colaboración, y la de un grupo amplio de futuros residentes, cooperativistas, que acabarían provocando el sobrenombre de la ‘manzana de los comunistas’ por su filiación mayoritaria al PCE. Antes de las primeras piedras, la conversación: sus necesidades, sus anhelos, sus convicciones. Romper la previsibilidad arquitectónica era algo más que una cuestión técnica: suponía el mecanismo para romper un marco político del que pretendían huir.
La forma que acompañó al fondo se obtuvo con una guardería, con una lavandería, con unos corredores interiores que priorizan el encuentro sobre el paso fugaz, con una movilidad de usos dentro de las viviendas pensadas para ajustarse a distintas fases de la vida. Todo sin alharacas, sin exhibicionismos edificatorios: eran viviendas para economías ajustadas, una condición que sin embargo los autores del proyecto no tomaron como argumento para la resignación arquitectónica. La mayor demostración llega desde la señalética, pensada por el padre del diseño Paco Bascuñán, que fue habitante del complejo.