VALÈNCIA. Lo que nos resulta siniestro ha sido definido como una normalidad truncada; una cotidianeidad que nos eriza el vello porque bajo su piel común percibimos las aristas de una amenaza difusa. Una anécdota: contaba una noticia en un periódico que un día, en un país que podría ser Estados Unidos, pero también Rusia o Brasil, un hombre entraba en un supermercado decidido a hacer la compra: en un momento dado, el hombre —nuestro protagonista— sentía algo —un algo inexplicable—, y víctima de un arrebato de pánico, huía del escenario de lo que más tarde sería el espacio espectacular de un hecho macabro. Tiempo después, el hombre, que para colmo había sido formado para responder de un modo operativo a las amenazas, reconocería que había sentido un escalofrío en la espina dorsal que no lograba explicar ni manejar, hasta el punto de que ni siquiera su instrucción impidió que soltase las bolsas de la compra y saliese corriendo de allí. Tiempo después, con los hechos consumados, sometido a minuciosas entrevistas —como ese personaje [Devon Sawa] de la película Destino Final al que nadie creía—, el hombre lograría explicar a unos, presuponemos, desconfiados investigadores, que algo de toda aquella situación le resultaba —digamos— inquietante: algo era normal pero no lo era; el hombre —un profesional adiestrado en la violencia defensiva— sintió un pavor cerval, un terror instintivo que le obligó a huir. Aquel hombre había sido preparado para desenfundar un arma y disparar contra un ser humano: le dicen protocolo Amok al aprendizaje para abatir —un eufemismo— a un individuo que decide matar sin razón aparente y sin que le importe un desenlace fatal. Lo que a aquel hombre —el protagonista de nuestra anécdota— le hizo escapar preso del pánico no fue un cuchillo ni una pistola, sino el intuir que bajo una capa de rutina asomaban los pelos ásperos de algo que no era lo que parecía ser: en aquel comercio de una gasolinera cualquiera se estaba escribiendo un relato al margen de los esquemas. Se supo después que la explicación oficial de los hechos que allí acontecieron no era suficiente para provocar en él, diestro en matar, una reacción tan atávica.

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