Escribo este artículo desde León, la tierra de mis padres, dominios de la cuna del parlamentarismo. Hace unos años un artista callejero desconocido adornó algunas de las esquinas urbanas de la ciudad con pinturas del color de la bandera republicana. El rojo, el amarillo y el morado se fusionaban plasmando un retrato de la enseña de la II República a modo de protesta contra el sistema establecido. En una ocasión, cuando me encontraba tomando un refrigerio en una de las terrazas de la Plaza Mayor contemplé cómo un chaval que seguramente habría conocido los anhelos republicanos mediante libros históricos sesgados diseñados para edulcorar o ignorar las conductas caciquiles de sus mandatarios exultantemente con el pulgar hacia arriba de la mano derecha posaba para una fotografía al lado de aquella tricolor trapera.
Han pasado los años y esos grafitis son historia pero la ilusión de aquel joven está más cerca que nunca de hacerse realidad. No estoy diciendo que mañana mismo Felipe VI corra la misma suerte que su progenitor haciendo las maletas para irse fuera de España, pero no me cabe la menor duda de que nuestro sistema está más débil que ayer. Desenterraron a Franco para despertar a los fantasmas del pasado y han acosado a Juan Carlos I con el fin de socavar nuestra memoria democrática. Están empeñados en deslegitimar lo construido dejando en la cuneta de la historia a los héroes partícipes de la España en la que vivimos hoy.
Misión emprendida por Zapatero con su ley de memoria histórica y proseguida ahora por el Gobierno de Sánchez con una actualización de la norma de la desmemoria. Tiempos olvidados que al igual que en Gran Bretaña una cuarta parte de los británicos cree que Winston Churchill fue un personaje de ficción, en España recordamos con esos aires legendarios el alma de Miguel Ángel Blanco o de Adolfo Suárez. Héroes, de la retirada, como bautizó Hans Magnus Enzensberger a valientes dispuestos a la renuncia propia para conseguir un fin mayor. Mientras el concejal de Ermua dio la vida por sus ideales, Adolfo Suárez, - como relata de manera atinada Javier Cercas en su libro Anatomía de un instante- hizo lo propio permaneciendo firme en su escaño en el 23-F cuando Tejero amenazó su integridad y a la democracia con ella. ¿Para esto ha servido que héroes de la retirada como Santiago Carrillo o el propio Suárez den la cara por nuestra libertad? ¿Para que unos papanatas quieran montar su chiringuito en forma de República? A pesar de que el caudillo mayor de esta III farsa imaginaria Pablo Iglesias diga que los jóvenes nos vamos a levantar pidiendo un cambio de régimen la realidad es que ni los jóvenes ni los españoles queremos una República y mucho menos comandada por su moño marxista. De hecho, según una encuesta publicada por el diario La Razón el pasado lunes, el 54,8% de los españoles prefiere habitar en una monarquía frente al 38,5% que sueña con vivir en una República.
Podrán manipular la historia, pero no conseguirán trampear la realidad. Una existencia en la que no deambulaba la disyuntiva del cambio de régimen, pero llegó el líder comunista empujándola a la primera plana de los periódicos no sólo a través de sus burdas declaraciones sino con iniciativas tan dispares como la proposición de una ley que permita al parlamento inhabilitar a Felipe VI. Hasta un republicano confeso como el catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Alicante Manuel Atienza me desveló en una ocasión el sinsentido de plantearse dicho dilema. Porque sinceramente, por mucho que le pese a los señores de Podemos, a la gente lo que le importa es tener dinero para sustento y que la Covid–19 no se cuele en sus hogares, no la abdicación del Rey Felipe VI. En palabras del economista Juan Ramón Rallo, “¿Acaso con el cambio de estamento los que son corruptos van a dejar de serlo?”.