VALÈNCIA. Para mí fue casi un trastorno. Era niño, fui con mi padre a la Casa de Campo de Madrid. En esa época, a mediados de los 80, todavía era fácil distinguir las trincheras, además de los nidos de ametralladoras. El hombre se puso a escarbar y encontró unos trozos de metralla, uno de ellos se veía claramente que era la parte superior de una bomba de mano. A mis seis años casi me da un infarto. Encontrar algo de la guerra real, ahí al alcance de cualquiera, me pareció demasiado espectacular.
No necesariamente por ese momento, pero toda mi vida he sido muy de buscar mierdas. En los descampados también aparecían objetos inverosímiles. En Malasaña, antes de ser lo que es ahora, no era extraño encontrarse con que alguien había muerto y sus pertenencias y vestuario estaban en la basura, normalmente en escombreras de obra. Aún puedo escuchar los gritos de mi madre cuando se encontraba por la mañana que había vuelto a casa con enseres de alguien que posiblemente había fallecido. Y la cosa podía ser peor, unas amigas mías góticas, antes se decía siniestras, conservaban escondido en el parque Claruja de Hortaleza un hueso que aseguraban procedía del cementerio parroquial de la Alameda de Osuna, donde los duques del mismo nombre enterraban a sus sirvientes, y en el que nos hemos sacado fotos todos los adolescentes de obediencia satánica de los años 90 en diez kilómetros a la redonda. E igual con las revistas. Antes de Internet, cuando la cultura visual era un bien escaso y codiciado, no había taco de revistas que me encontrara en la basura al que no le echase un ojo. Como tuvieran más de cinco años ya eran un tesoro digno de conservar.