VALÈNCIA. Está ahí, como una posibilidad, como una constante, como la constante cosmológica o como una corriente eléctrica que no vemos pero que sabemos que existe y que nos acompaña en forma de intensidad moderada, pero que es capaz de cambiar en un instante su naturaleza y desencadenar —bajo ciertas circunstancias—, una catástrofe concentrada, de corto alcance; un giro al relato vital que se produce con un restallido como un latigazo, y después, parálisis, contracciones espantosas de las extremidades, de los músculos faciales, quemaduras externas e internas, y al poco, oscuridad. Dentro, y fuera de uno. Un apagón. Alguien en otra planta se preguntará qué ha pasado, por qué se ha ido la luz. ¿Será un aviso del gran apagón que nos dicen, llegará tarde o temprano? De nuevo la corriente del horror: esa persona en ese piso ajeno a la catástrofe individual pensará que vive en el consuelo de una rutina no demasiado buena, pero tampoco demasiado mala.
En realidad se encuentra a un solo error del chasquido letal, y ese error ni siquiera tiene por qué ser necesariamente suyo. Vivir en comunidades de millones de congéneres es así: por un lado nos permitió ganarle la partida a nuestros primos menos dados a formar grandes familias gracias al factor número, y por otro, bueno, lo que ya sabemos. Esa corriente o ese campo, atendiendo a uno de los conceptos más fascinantes de la física, es ubicuo, y cuando se estimula, genera fenómenos. No podemos librarnos del campo del horror porque para ello tendríamos que cancelar la suscripción a la vida. El horror súbito no es un fenómeno exclusivamente humano: basta con ver los ojos de un animal cuando es atrapado por un depredador, o de ese depredador cuando cae en manos humanas. Sea como sea, está ahí. Ahora mismo, mientras esto se escribe desde el pasado y se lee en el presente previamente futuro, el campo del horror nos envuelve.