Hace unos días, en el interior de la cafetería en la que suelo desayunar:
-Hola, ¿te puedo hacer una pregunta en libertad?
Cómo primera impresión, el tipo tendrá unos 65 -70 años, se mueve precariamente, tambaleando su corpulencia y tanteando su centro de gravedad. Huele a alcohol rancio que apesta.
Yo, oliéndome eso y lo que viene después, le contesto:
-Depende.
-¿Tú sabes quién es éste?
Me pone el móvil a pocos centímetros de la nariz, la estampa en blanco y negro de un guardia civil con bigote y tricornio levantando la pistola en el momento de lanzar aquel bizarro y licantrópico chillido con el que aquel 23 de febrero conminó a tirarse al suelo a todo el mundo.
-Sí, un h.d.p. que quiso tomar el Congreso en los años 80, y acabó haciendo el ridículo porque sus compis lo dejaron más solo que la una.
-50 como éste tendrían que venir ahora, y ellos solitos os pondrían a tí y a la gente como tú en su sitio.
-¿Puedo hablarte yo con total libertad?
(exhibiendo la más conciliadora de mi sonrisas)
-Sí...
- Vete a la mierda.
La anécdota es del todo verídica, la viví en primera persona. El viejo me contesta no sé qué, la cosa ésa típica de la próstata que suelen soltar todos estos cabestros fabricados en serie. Le pego un par de gritos (tengo que reconocer que estoy disfrutando como una vaca), el tipo retrocede hacia la puerta y desaparece. El viejo chulo es un cobardica y, una vez más, como la mayoría de los de su ralea, se retrata poniendo tierra de por medio y dejando claro que esta gentucilla sólo sabe odiar en grupo y no hay nada que les desequilibre más que ser enfrentados por alguien que no esperan.
Quede claro, por la parte que me toca, que no os cuento esta anécdota para enorgullecerme ni jactarme de haberle seguido el juego al venerable señor. Pero, si uno se quiere divertir conmigo, que sepa que a mí también me va la marcha, y cualquiera que lo intente se sorprenderá de que a mí, generalmente, ese juego se me suele dar mucho mejor.
Hablar sobre delitos de odio es un tema peliagudo, porque nos enfrentamos contra un intrincado calidoscopio que nos ofrece una multitud de facetas y gradaciones distintas. No todo aquello que vivamos y denunciemos como delito de odio se considera legalmente delito de odio, y la pena es que, por desconocimiento por parte de la ciudadanía, por miedo o, incluso por desidia en muchos casos (que de todo hay), una gran parte (4 de cada 5) de los verdaderos delitos de odio que día a día se cometen en nuestro país queda sin denunciar y, por tanto, sin castigar.
Según el lnforme Sobre la Evolución de los Delitos de Odio en España 2022, los delitos de odio en general han crecido en España un 3,7% en 2022 y de ellos se esclarecieron el 63% de los casos, lo cual ha provocado como resultado la detención de 838 personas.
En un principio esta estadística puede resultar tremenda, aunque la otra cara de esta subida (y dejando fuera esas interpretaciones apocalípticamente interesadas del día a día que conocemos todos) es la de quienes desde foros especializados y más fiables nos aseguran y esgrimen la teoría de que este repunte se debe precisamente a que la gente tiene ahora menos miedo a denunciar, lo cual sería verdaderamente una noticia esperanzadora. Por otro lado hay que tener en cuenta que las estadísticas que se manejan son las de denuncias, y no todas estas denuncias acaban siendo consideradas y tramitadas como delito de odio.
Pero vayamos al grano, ¿Qué es, y cómo se identifica un delito de odio?
Pues a primera vista, no resulta difícil distinguirlo. Simplemente que, en ese acto de amenazas o agresión, el móvil de odio debe quedar claro, diáfano. Como ejemplo, en el plano de las amenazas no sería lo mismo decir "Te voy a romper la cabeza", que "Te voy a romper la cabeza, negro de m...". La primera expresión sería un claro delito de amenazas, sin más. La segunda, amplía su gradación a delito de odio por racismo.
Al nivel de agresión física, un ejemplo prototípico sería el de un chico gay que recibiese una paliza o involucrado en una pelea, y ahí también el factor decisivo es la expresión verbal. Un "¡Maricón! " acompañando a esa agresión se convierte en ese caso en el factor decisivo para elevar esa agresión a delito de odio con todos los agravantes que esto conlleva. Naturalmente, en este tipo de delitos, el factor premeditación demostrada por causa de odio también sería un agravante más.
A primera vista parece fácil, ¿verdad? Pues, en realidad, no lo es tanto.
¿Cómo se podría dilucidar en una pelea, por ejemplo de tráfico o a las puertas de una disco, el factor insulto por pérdida de papeles, o quizá en medio de una intoxicación etílica o de otro tipo? En el caso de un "maricón" o "negraco" soltado desde las vísceras, la maldita palabra podría equivaler a cualquier otro insulto igual de execrable como gilipollas, idiota o incluso, en el caso específico de bronca de tráfico, el típico y muy español "¡Mujer tenía que ser!" No abundaré en ello porque ejemplos como éstos y más floridos tenemos de sobra en nuestro idioma, y sé que ahora mismo os estarán viniendo un montón de ellos a la cabeza. Y claro, es al juez o al jurado a quienes les toca el enmarronado trabajo de dilucidar el tema, y en muchísimos casos lo tienen muy difícil. Muchas veces, y por su propia naturaleza, la evanescencia es el principal rasgo que acompaña a los presuntos (o no) delitos de odio.
Os hablaba antes del tratamiento apocalíptico que se suele dar a este tema, y una grandísima parte de culpa de que esto suceda, si no la que más, la tienen, cómo no, los medios de comunicación sensacionalistas o mediatizados ideológicamente. Se publicitan y magnifican hasta la exhaustividad casos terribles de patente delito de odio junto a otros por los que luego se tienen que dar explicaciones al no ser lo que parecían.
Ejemplo de lo primero sería el caso de Samuel, repugnante y tristemente famoso crimen de odio por homofobia del que se cumple un año por estos días, el cual mereció por su escabrosidad una multitudinaria reacción de repulsa en la calle a nivel nacional. Todavía me emociona recordar el enorme nivel de respuesta ciudadana a la convocatoria que en su momento realizamos en el Ayuntamiento de Alicante, en la cual se mostró una unión sólida y sin fisuras por parte de la gente de paz, la verdadera gente de bien, contra la violencia desatada de seres como éstos que solo merecen el calificativo de bestias salvajes. También de funesto recuerdo es la agresión de la que fue objeto una pareja de chicos gays hace unos meses en el Castillo de San Fernando de nuestra ciudad por integrantes de ese mismo tipo de protohumano selvático que disfruta ejerciendo como deporte la violencia sobre otros seres humanos.