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‘Piscina del Oeste’, un poemario con aroma a cloro y crema de Ágata Navalón

El sastre de Apollinaire publica este título que desde las mismas cubiertas evoca uno de los territorios acuáticos y sociales clave del verano, y también de València

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VALÈNCIA. Es común a muchas especies que las masas de agua más apacibles congreguen en torno a sí individuos y familias de todo tipo, sobre todo en los ecosistemas de secano. Seres solitarios y gregarios, animales pacíficos y depredadores, territoriales u oportunistas, tranquilos o desconfiados mantienen treguas tensas en estos enclaves de lo líquido en el país de lo terroso. La civilización humana no es ajena a este fenómeno: en nuestro caso, pese a haber puesto asfalto de por medio, las reminiscencias de los hogares primordiales nos han llevado a recrear determinados espacios naturales en versiones controladas y casi por completo seguras (nada está al fin y al cabo exento de riesgos en su totalidad). Jardines y parques son un ejemplo de traslación del campo y los bosques eliminando la posibilidad de perderse fatalmente o de ser asaltado. Otro son las fuentes que emulan los saltos de agua, y por supuesto, otro ejemplo más son las múltiples formas de acumular este agua extraída de sus cauces naturales que hemos diseñado, de las cuales la más común debe ser sin duda la piscina, que puede ser deportiva o recreativa, privada (en la casa de cada cual para su disfrute íntimo) o pública, una experiencia radicalmente distinta esta última, mucho más parecida a los abrevaderos u oasis a los que nos referíamos al principio y en los que los animales calman su sed y alivian el calor. No es lo mismo tampoco la piscina de una urbanización que una municipal: la no exclusividad configura un paisaje singular y barrial que añade un elevado componente de lo inesperado a la ecuación, así como una mayor comunión de la que ya de por sí genera el compartir un agua que se depura menos rápido de lo que para los más escrupulosos sería deseable, cuestión que a otros muchos nos da igual. 

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Las piscinas recreativas municipales en verano en València son lugares tan buenos para la contemplación e introspección como puede serlo un retiro de yoga junto al mar, algo que queda patente al leer Piscina del Oeste, poemario de Ágata Navalón publicado por El sastre de Apollinaire (qué buen nombre para una editorial) que arranca con prólogo de Rafael Camarasa y una dedicatoria que se acuerda de los habitantes de la piscina y de la propia ciudad, seguido de una apertura el primero de julio y una lista de precios: hay bonos de temporada y entradas diurnas y nocturnas, y también ofertas para grupos. El final del primer poema-día trae consigo una declaración de amor, o quizás una creencia: “Creo que te amo”. Es una posibilidad todavía no demostrada, o incluso algo más: una construcción, una idea que todavía está cobrando forma.“El mar gigante apresado en una finca cuadrada cavada hacia adentro. / La laguna rectangular de colores con cascadas de hundimientos de parques artificiales. / El arroyo que dibujaron con el camino de maderas agarrado a los árboles altos que son casas donde esconderse de las ratas. / Tú podrías ser uno de estos chicos si vinieras, si dejaras que el sol te quemara frente a los nadadores de las dos calles limitadas. / Hacen flexiones, se estiran como niños en cunas blancas, luchan aquí en la Piscina del Oeste por salvarse / de la invisibilidad del sueldo, que no cae en los monederos de cierre metálico, / de las estrías untadas de crema y la carne caída, pelean por ser bellos, como los tres chicos color madera roble y los helados y el pelo líquido. / Estoy aquí en la Piscina del Oeste, / inundada de la saliva que se le escapa a todo el mundo que está dentro de la piscina. /  Saliva que va de la boca a las yemas, / de las yemas a los labios acariciados. / El agua no se seca, no se seca tampoco tu saliva. / La saliva se te mete dentro, nunca se va. / Y sé que no estás, / que te amo, / y que sigo aquí, en la Piscina del Oeste”. 

 

El nombre de la piscina del Parque del Oeste como un mantra, una invocación, un ancla que nos certifica a cada paso, a cada lectura, tras cada día, que la idea se cauteriza y que sí, que está sucediendo aquí, en la Piscina del Oeste. Los veranos en los márgenes de las piscinas huelen a crema, a cloro en la piel, a césped, a jabón en el vestuario, a bocadillo o a menú, y se escuchan con el crujido alumínico de las bolsas de papas, la explosión de la tensión superficial tras una zambullida, la reverberación de la megafonía que avisa, de los altavoces ahora de los smartphones o de los dispositivos portátiles que los amplifican. Quien haya pasado un julio o un agosto (o ambos inclusive) sintiendo la rugosidad de las baldosas de la orilla de piedra en las plantas de los pies, los charcos calientes que rescatan de la abrasión de camino al bar, sabe cuál es el color de la melancolía de un largo verano de Sol solsticial que aplana el tiempo. Se piensa mucho, se observa otro tanto. Se mira uno hacia dentro y se mira también en los ojos de los demás. Hay momentos de calma chicha, a la hora de la siesta, y cierta esperanza renovada con el crepúsculo, que invita a la ducha y a la loción postultravioleta para dar paso a una nueva fase en la que se excitan los amores con el vigor de los rayos solares todavía atrapados en la epidermis y la ciudad descansa de tanta luz: es el turno de los cielos iridiscentes, del aroma a nocturnidad estival, de los chorros de retorno y de los aspersores, de los planes para hoy sencillos y de los que recordamos que protagonizamos en esa dimensión secreta que escribe Navalón, que clausura un domingo, pero antes nada. En la Piscina del Oeste. 

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