VALÈNCIA. La semana pasada se vivió un hito en televisión. Broncano entrevistó a Arrabal en su domicilio y lo emitió sin ningún tipo de edición. El dramaturgo tiene cierta edad, una tendencia legendaria a la digresión y unas referencias cultas que no son fáciles de seguir para todos los públicos, pero fue una hora completa. Es muy raro ver algo así en la televisión actual. En el mejor de los casos, esa hora se hubiese convertido en veinte minutos con algunos momentos escogidos y con vocación de virales.
Decía un genio de la televisión, Ángel Alonso, creador de El planeta imaginario, que era muy llamativo que el dramaturgo más representado en todo el mundo fuera español, pero que en su país solo se le conociera por una borrachera en televisión. Ese programa de La Revuelta fue un intento de romper esa tendencia a quedarnos con el meme, con el viral, con el momentazo.
Sin embargo, el programa pegó un bajonazo importante en las audiencias. La verdad es que me lo esperaba. Cuando a Garci le quitaron su tertulia en Trece por negarse a programar películas “solo en color” nos pusimos todos muy dignos, pero probablemente el gráfico de audiencias le estaría dando problemas cardiacos al responsable de que esa cadena no pierda dinero.
Pero la duda siempre va a estar ahí. ¿Debe la televisión pública comportarse como una privada? Y especialmente ahora, que le han quitado la publicidad. Hago estas preguntas fingiéndome imbécil, como si no diera por hecho que las últimas grandes incorporaciones que ha hecho televisión española han estado motivadas exclusivamente por razones ideológicas.

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Antiguamente, estos debates surgían para cuestionar los programas de José Luis Moreno los fines de semana. Eran un espectáculo de revista que ya, pasados los años, resultaba muy mediocre y sin gracia. Pero había quien decía que estaban diseñados para la gente de cierta edad, que no podía salir de casa, o que estaba en pueblos muy pequeños, y también tenían derecho a ver algo que a ellos les resultase divertido, que no tenía por qué ser la sofisticada comedia del Saturday Night Live.
Claro que la combinación al final en lo que terminó fue en desfiles de lencería. En esos años, 1999-2004, Internet no estaba al alcance de la tercera edad como hoy con los smartphones y las tablets y esos minutos seguro que también eran muy necesarios para ese público, pero volvemos a lo mismo. La de cantidad de veces que TVE se ha guiado por criterios cortoplacistas y, por qué no decirlo, chabacanos, para arañar unas décimas de audiencia.
La batalla por el share siempre ha sido así. Y no tiene nada de extraño, es muy humano, no hay más que ver las redes sociales. Desde muy pronto, el componente emocional más que el racional se fue imponiendo. Un lugar ideal para compartir ideas e informarse, pronto se convirtió en el corral donde señoreaban ingeniosos cantamañanas. A la vista están todas las tergiversaciones históricas que proliferaron durante los años 10 y los movimientos políticos que ese espíritu acabó encarnando. Y ahora mismo, esa primera generación de influencers y activistas parecen ilustrados franceses en comparación con lo que manda hoy: pura agitación y propaganda. El tono es procaz sin limitación alguna y no quiero ni pensar cómo será quienquiera que gane la batalla por la opinión pública que se está disputando.
Ha pasado lo mismo con Google Discover. La información tiene un espacio muy estrecho, para las necesarias novedades del día y grandes acontecimientos, como el nuevo papa, pero el noventa y cinco por ciento es para temas muy banales. Y ahora que en sus últimos cambios de algoritmo el monopolio estadounidense quiere dar más importancia a comunidades y redes sociales, esto es, a memes, ya verán en qué queda la información. Ya no digo la veraz, sino toda ella.
Pero esta hipertrofia de información que si se contempla en su inmensidad solo puede provocar una gran nausea, no ha llegado ahí por una imposición, sino por lo mismo que rige la televisión convencional: por la audiencia. La gente pincha, la gente cambia de canal. Ese gesto configura el ecosistema y eso es lo que hay.

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Y es precisamente ahora cuando los medios públicos tienen un papel de vital importancia. Deberían dar visibilidad a temáticas que no estén sometidas a los dictados de las audiencias. No obstante, parece misión imposible. Como algo se salga del tono televisero ordinario, las audiencias van para abajo en picado. RTVE cuenta con un archivo formidable, pero se conoce que no da para más que para Cachitos, un espacio que en lugar de explicar a los artistas de todas las épocas, hace chistes a su costa.
Quizá algún día alguien dé con divulgadores de peso capaces de convertir toda esa materia prima en una programación que resulte atractiva a la audiencia y al mismo tiempo no apele al mínimo común denominador o a la pobreza humana, como Masterchef, y consiga que la experiencia sea, atención, enriquecedora. Parece la sinopsis de una película de ciencia ficción, pero suponerse, se supone que la televisión pública está para eso.
Dicho lo cual, tiene muchísimo mérito la inclusión en la parrilla de La familia de la tele. En esta columna siempre hemos sido defensores de esa genialidad que fue Sálvame, pero de ahí a que un espacio de esas características se financie con impuestos va un trecho. Ya no es que, en sesenta y cinco años de artistas, la televisión solo tenga tres segundos para reírse de ellos en Cachitos, sino que el tiempo disponible para entrevistas a personajes célebres ahora se entrega generosamente a “hijos de” y “ex parejas de” sin oficio ni carreras conocidas. Es degradante. Pero decíamos que tiene mérito, porque algo así solo podría justificarse por la audiencia en la televisión pública, pero está bajo mínimos. Así que permítanme sentenciar que han hecho un pan como unas hostias.