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la nave de los locos

Caminar, leer, vivir

  • Una mujer pasa por delante de una caseta de la feria del libro de Alicante esta Navidad. Foto: JAVIER CARRASCO

A veces sucede que un hombre frío, quizá demasiado frío, esconde algunas pasiones. Las mías son dos: caminar y leer. A esto se ha reducido el furor de la vida, a caminar y leer. No es poco, la verdad. Lo otro —la comedia del sexo, el cine, el vino y los viajes siempre pendientes— son ocupaciones más o menos placenteras que no alcanzan la categoría de pasión, ni de lejos.  

Soy un andarín solitario. Caminar es mi manera de desaparecer unas horas. En todo caminante hay un fugitivo del cuarto sin ventilar que es la vida. Yo ando para huir de mí y de los demás, que son siempre el enemigo, según recordó Sartre. En la calle oreo mis odios, inseguridades y miedos.

En el encierro de la primavera de 2020 me salté, casi todos los días, la injusta ley que nos impusieron. Me buscaba cualquier pretexto para echarme a la calle. Luego se vio que aquella ley era inconstitucional, pero no pasó nada. Nunca pasa nada en este país. Vivimos en una España que va tirando, medianía y error de la historia, con una población embrutecida que prefiere quedarse en casa viendo un programa de redichos niños cocineros a respirar el aire turbio de las plazas.

El autor del artículo pasea por la Explanada de Alicante la semana pasada. Foto: MARISA

Yo me limpio de las costras de la vida deambulando por las calles de mi pueblo de adopción. Pateo el casco viejo y sus polígonos. La soledad de los almacenes y de las naves industriales me tranquiliza. En los polígonos, como en los cementerios, estoy a salvo de las miradas de la gente. Son una de mis últimas certidumbres.

Fruterías de paquistaníes y bazares chinos 

Me gusta redescubrir barrios como el de San Marcelino, en València, como aquellos arrabales que gustaba visitar Pío Baroja en el Madrid de principios del siglo XX. Mis barrios elegidos están mal iluminados, casi siempre sucios de orines y mierdas de perro, tomados por las fruterías de los paquistaníes y los bazares chinos. A veces me cruzo con gitanas rumanas que me piden una limosna y yo, que carezco de corazón, sigo la marcha. Aun así, prefiero los barrios a los centros urbanos, con esa elegancia artificial, todos idénticos en su combinación de franquicias de moda, semáforos y pandillas de muchachas en flor que, antes de ser desvirgadas, imitan el peinado de Ursula Corberó. La Corberó ignora que soy un flâneur de provincias.

Quizá a los hombres analógicos, anacrónicos y dulcemente amargos como yo sólo nos quede la seguridad esquiva de las calles, precisamente cuando el espíritu de este tiempo (un espíritu abominable, para qué negarlo) nos empuja a lo contrario: a ser un mueble más de nuestras casas, a vivir encerrados y a cultivar un individualismo tan falso como estéril. Cada uno viviendo en la celda de la gran colmena, como si no hubiera alternativa a las infelices tardes de los domingos. 

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