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LA LIBRERÍA

'Basura', de Sylvia Aguilar, historias de humanidad al calor de los desechos

  • Foto: EDITH COTA

VALÈNCIA. Hasta el día en que le encontremos solución definitivamente, existir conllevará excretar. Contaminar. Usar y desechar. Generar residuos que nos recuerden lo mundanos que son nuestros procesos, tan precarios, tan primitivos, tan diferentes a lo que querríamos que fuesen. Vivir implica consumir y devolver al entorno las sobras, lo excedente, la excrecencia. Cuando uno piensa en ello, enseguida se encuentra las costuras. Sin ánimo escatológico: en lo esencial no somos tan diferentes de esas lombrices que surcan la tierra convertidas ellas mismas en depuradoras ambulantes, circuitos biológicos con una entrada y una salida. Cualquier ser humano, desde el espécimen más tosco hasta la criatura más angélica, es una máquina de producir desechos: nuestro metabolismo los genera a cada momento, y así lo hacen también nuestros hábitos y nuestro estilo de vida. 

Uno vuelve a casa de la compra —incluso ahora, con toda la concienciación asimilada en las últimas dos décadas—, coloca los alimentos, ordena un poco el comedor y la habitación y el baño, se hace la cena, y a la que se da cuenta ya ha llenado media bolsa de treinta litros de basura. La producción enloquecida de basura es inherente a la especie: allá donde festejamos vuelve a crecer la hierba solo gracias a los servicios de limpieza. El día después de una fiesta popular es una estampa apocalíptica. El plástico cambió radicalmente incontables aspectos de nuestro día a día, pero lo hizo a cambio de un tributo constante al dios polímero que hoy ha hecho suyo el mar, y nos devuelve tanta devoción y tanto afecto en forma de menú de microplásticos en las entrañas de los peces que ponemos en el plato. Hay basura humana hasta en el espacio, enjambres metálicos de chatarra que ya nos ponen en peligro, a nosotros y a nuestras misiones, pese a lo poco que llevamos saliendo allá fuera a echar un vistazo al vecindario. Se ha acuñado incluso un término, basuraleza, para nombrar esa tragedia cotidiana que es salir a la montaña y encontrar envoltorios de bollería o snacks en los márgenes de las sendas o en las orillas de un río. Un asco.

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