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Y así, sin más

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ALICANTE. Hay personas por las que siento una profunda conexión. No suele pasarme muy a menudo y mucho menos en cantidades. Por eso digo personas, porque gente es más genérico —a pesar de que este mundo está cada vez más lleno de gente y hay menos personas—.

La gente, ese colectivo anónimo que pulsa en las calles, es un susurro coral. No tiene rostro, pero palpita en la multitud. Es el eco de risas compartidas en una calle en la que hay muchos cuerpos, el aroma de cafés matutinos y el abrazo tibio de la rutina. La gente es un enjambre de historias, un tejido social que se entrelaza sin cesar. En sus ojos, se reflejan los anhelos y las penas de muchos, y en su risa, se esconde la sinfonía de la humanidad.

Pero la persona  esa es una nota solitaria en el pentagrama. Es el individuo que se despega del coro, que se atreve a ser singular. La persona no es solo carne y hueso; es un cosmos de pensamientos, emociones y sueños. En su mirada, se esconde un universo entero. Es el artista que pinta su alma en los lienzos del tiempo, el amante que escribe cartas secretas al viento y el filósofo que se pregunta sobre el sentido de todo.

La gente fluye como un río, pero la persona es una gota que se atreve a brillar. La gente se pierde en la muchedumbre, pero la persona se encuentra en la soledad. La gente es la risa compartida en una fiesta, pero la persona es el silencio que se escucha en la madrugada. La gente es el rumor de la ciudad, pero la persona es el suspiro en la cima de la montaña. En la gente, encontramos la fuerza de la comunidad; en la persona, hallamos la fragilidad de la individualidad. Ambas son hilos en el tapiz de la vida, entrelazándose en un baile eterno.

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