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Llorenç Barber: "Lo bonito del arte sonoro es que es tierra de nadie

  • Foto: EVA MÁÑEZ.

VALÈNCIA. Un jardín amplio, fértil, sin domesticar. Tres gallinas que ponen huevos frescos cada día y un gato errante que ya es uno más de la familia. “Entre estudio y estudio”, a Llorenç Barber (Aielo de Malferit, 1948) le gusta salir a comprobar si las habas de su huerto crecen a buen ritmo. También despuntan aquí y allá tallos de brécol, diseminados en distintos puntos del chalet de La Cañada en el que vive desde el año 2006. Es fácil observar ciertas analogías entre la obra de este pionero del arte sonoro y el hogar que ha construido junto a su compañera, la cantante y musicóloga mexicana Montserrat Palacios. En él reina una anarquía que solo es aparente. Hay pianos, libros, apuntes y, en el exterior, cuatro cabañitas de madera donde hasta hace poco impartían clases de música a niños del vecindario. Ahora sirven principalmente para acoger a los amigos músicos que vienen de visita desde cualquier parte del mundo.

La pareja vive con sus dos hijos: uno de 15 años que apunta maneras con el piano, y otro de 16 al que le pirra la cultura nipona y se prepara para ser chef profesional. “Nos hace cada potingue que no veas, pero cuando se coloca su gorro de cocinero francés nos pone a todos a trabajar sin piedad, en plan militar. ¡Yo en cuanto puedo me escapo al jardín!” (ríe).

En la personalidad de Barber se conjuga un insólito binomio de dulzura y temperamento. Su primer contacto con la música apuntaba al cielo –clases de piano, órgano, campanas, canto gregoriano, Bach-, pero ya desde niño encauzó esa vocación de trascendencia hacia la música experimental. “Desde los 15 años tuve claro que lo mío era lo nuevo”. Era un adolescente inquieto y apasionado de la música, aunque no necesariamente un alumno ejemplar. “En el conservatorio no sacaba muy buenas notas –confiesa- porque siempre andaba haciendo veinte cosas a la vez”. Absorbía con avidez toda la información acerca de las nuevas músicas que conseguía recabar entre la bruma gris del franquismo. Una corriente de modernidad que por aquel entonces lideraba desde Madrid un grupo de compositores mayores que él -Luis de Pablo, Cristóbal Halffter, Ramón Barce-, y sobre todo el grupo de música de acción ZAJ, muy inspirado a su vez en el pensamiento de John Cage.

Foto: EVA MÁÑEZ.

A mediados de los sesenta València todavía era un erial desde el punto de vista de la experimentación sonora, de modo que Barber se escapaba en cuanto podía a la capital para asistir a festivales y conciertos. Adicionalmente, todos los veranos viajaba a Alemania “en autostop, con medio jamón, pan y cuatro perras que me daba mi madre”. Las visitas a los cursos de Darmstadt y Beyreuth cambiaron definitivamente su visión del mundo. “Darmstadt era una ciudad muy Art Nouveau en la que se reunían todos los veranos los mejores compositores experimentales del mundo para compartir sus ideas y tratar de recomponer la herencia vanguardista del surrealismo, el dadaísmo y el espíritu de Weimar que el nazismo había prohibido. Allí estaban todos: Ligeti, Stockhausen, Luciano Berio, Terry Riley…”, recuerda achicando los ojos con emoción.

Pocos meses después de los célebres Encuentros de Pamplona de 1972, Barber funda Actum, grupo pionero en la introducción en España del minimalismo, y que durante diez años llevó a cabo propuestas muy insólitas para la época: electrónica, improvisación asintáctica, creación colectiva, etcétera. “Éramos unos jóvenes entusiastas que íbamos por libre. En el conservatorio había algún profesor que te sonreía y comprendía tu situación, pero el resto hacían como que no existía la vanguardia. Hoy continúa siendo casi igual. Creo que la formación clásica es útil y necesaria si quieres tomártelo en serio, y de hecho yo llevo a mi hijo al conservatorio de Benaguacil. Otra cosa es que, al salir de ahí, los intereses, libros y viajes te lleven a otros sitios.” Actum fue una semilla fundamental, de la que años después surgieron proyectos como el Grup Instrumental de València, dirigido por Joan Cerveró.

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