Fue el día de Nochebuena cuando el Gobierno del discreto y gris Ximo Puig publicó la Ley de Derechos y Garantías de la Infancia y la Adolescencia. La elección de fecha tan señalada demuestra que algunos políticos aún tienen corazón. Un tal Alberto Ibáñez, secretario autonómico de no sé qué, tuiteó —como no podía ser de otro modo— que la norma era un “regalo navideño” para los zagales valencianos.
Al promulgar esta ley, el Consell acepta una realidad incuestionable: en muchos hogares los niños y adolescentes tienen la última palabra; ejercen de tiranuelos e imponen sus criterios a los padres. ¡Ay de quien ose contradecirles porque arderá Troya! El mercado los mima, los seduce, los ve como formidables clientes. Y los políticos como futuros votantes. No es de extrañar que el Gobierno del señor Puig, tan sensible a las demandas ciudadanas, haya regulado este profundo cambio social.
Lo más comentado de la norma ha sido que pone límites a los deberes de los alumnos. No llega a prohibirlos porque esto se deja para la próxima legislatura, en el caso de que el Gobierno social-nacionalista revalide su mayoría en las Cortes, circunstancia que se nos antoja temible porque nos obligaría a emigrar del país. La filosofía que inspira el texto, pionero en España, es que la educación ha de ser un asunto lúdico, ameno y un poquito dulzón.
El escolar, en ningún caso, debe pasar por el trance de esforzarse para adquirir unos conocimientos. Al contrario, lo que hay que favorecer en los estudiantes es el ocio, el deporte y su capacidad para “interactuar” con los demás, a ser posible con mucha empatía, palabra esta que salpica los discursos de cualquier pedagogo moderno y que a mí, sinceramente, me provoca arcadas.
Por una “educación sin deberes”
Los nenes y las nenas, dice la norma, “tienen derecho a que el juego forme parte de su actividad cotidiana como elemento esencial para su desarrollo evolutivo y proceso de socialización”. Algunas asociaciones de padres han aplaudido la ley porque defienden una “educación sin deberes”. Tan imaginativos como son, llegaron a promover una huelga de deberes los fines de semana. El objetivo último es liberar a los chavales del pesado yugo de las tareas escolares para que puedan dedicarle más horas al Fortnite, un videojuego violento que hace las delicias de la chiquillería. Los papás y las mamás lo saben pero les dejan hacer, no vaya a ser que se enfaden.