La ministra de Educación, Isabel Celaá, es una vizcaína que se maneja torpemente con el castellano. Ya Cervantes y Quevedo dejaron constancia, no sin humor e ironía, de las dificultades de los vizcaínos (término que entonces incluía a todos los vascos) para hablar y escribir el español con corrección. A grandes novelistas como Pío Baroja también se les reprochaba su rudeza en el manejo del idioma común.
La señora Celaá —de indudable parecido con el payaso triste de mi infancia, con su rostro pálido y ojos caídos— no es Baroja, precisamente. Si al autor de Vidas sombrías lo seguimos leyendo muchos años después de su muerte, a la portavoz del Gobierno la olvidaremos con gusto en cuanto abandone el cargo. Sobran las razones para ello. Pese a ser una mujer con posibles para pagarse un profesor particular, dado su considerable patrimonio, es incapaz de expresarse con claridad después de cada Consejo de Ministros, por no hablar de sus faltas de ortografía en los tuits.
Un personaje con estas carencias mayúsculas se ha propuesto sacar adelante la novena ley de Educación en democracia. No parece ser la persona adecuada para una tarea tan ambiciosa. Como es conocido, Celaá pertenece al Partido Socialista, principal responsable del hundimiento de la enseñanza pública gracias a la LOGSE y la LOE. Los conservadores carecieron de tiempo y arrojo para enmendar la situación con la LOCE y la LOMCE, ambas de muy corta vida.
Los socialistas de Pedro Sánchez están decididos a acabar la hercúlea empresa de demoler lo poco que queda en pie del edificio educativo. Se trata de igualar por abajo y de eliminar cualquier señal de talento o excelencia. Si Dios o el diablo no lo remedian, lo conseguirán con el apoyo de los neocomunistas y los carlistas vascos y catalanes.
Casi el 30% no acaba la Secundaria
La reforma educativa de Celaá rebajará el nivel de enseñanza, ya de por sí raquítico, en la mayoría de los colegios e institutos de España. La ministra, como cualquier político que se precie, está obsesionada con las estadísticas, una forma sutil de mentira. Cambiando la ley quiere aumentar el número de aprobados y por tanto de titulados de la ESO y el Bachillerato. Así contentará a muchos padres votantes y maquillará el fracaso colosal de un sistema en el que cerca del 30% de los alumnos no acaba la enseñanza secundaria.