VALÈNCIA. La covid-19 golpeó en España con una dureza sin parangón con prácticamente ningún otro país del mundo. No solo por su extensión entre la población, sino sobre todo porque alcanzó con especial virulencia a los colectivos más vulnerables y porque las autoridades, sanitarias y políticas, no estaban en absoluto preparadas para afrontar la dimensión del brote de marzo-abril. La conjunción de ambos factores nos llevó a unos índices de contagios y, sobre todo de fallecidos, altísimos, y a una situación extrema en la que hubo que confinar a la población (a toda la población, con independencia de que viviesen en municipios grandes o pequeños, con elevada, escasa o nula incidencia del coronavirus) durante meses.
Todo esto ya lo sabemos, claro. Pero, por desgracia, parece que las autoridades no fueron capaces de extraer las conclusiones que se derivaban de la irrupción del virus: que es un virus muy contagioso, muy difícil de controlar y que es mucho mejor tratar de pararlo en su origen, cuando los contagios acaban de comenzar, que cuando ya se ha propagado. En términos económicos, sanitarios y sociales, así es: es mejor confinar a miles de personas que a millones de personas. Es mejor evitar que la gente se contagie que tratar médicamente a los contagiados. Y, obviamente, es mucho mejor parar una parte del país que todo el país, o casi todo.