Su mirada era por sí sola un poema. Sus lágrimas recorrían su rostro. La incertidumbre se veía en sus ojos. Creyéndose segura dentro de la fortaleza, sucumbió ante la derrota de sus mayores. Y cuando todo estaba perdido, cuando poco importaba cuál sería su futuro porque su presente tenía las horas contadas, una bandera blanca dio luz a un mañana de esperanza.
Al encontrarla, nadie daba crédito a su precaria situación ni entendía cómo y por quién estaba allí perdida. Abandonada a su suerte. Con esa sensación de pena que asfixia la respiración y de lamento que enmudece el grito. Con esa rabia que le corroía por dentro al sentirse tan sola, aunque eran muchos los que la miraban.
En los últimos días, en el último mes, hemos visto situaciones parecidas. También, como aquél, fruto de un conflicto bélico. Niños solos que vagan por la calle sin conocer su rumbo, sin saber hacia dónde van sus vidas, sin la protección de sus padres de los que no saben su paradero. Todos ellos víctimas de la violencia y de las consecuencias de la guerra.
Volviendo el relato inicial, por aquél entonces Alicante era un campo de batalla. El futuro de España, y de Europa, se resolvería también dentro de sus murallas. Sin proponérselo, los alicantinos serían víctimas de unos y de otros, y héroes de su destino.
Era principios del siglo XVIII. El Rey Carlos II moría sin descendencia y aunque designó heredero a Felipe de Anjou, las potencias europeas enemigas de Francia no querían un Rey del mismo linaje en España y propusieron a su candidato el Archiduque Carlos. Otro conflicto bélico entre hermanos que apoyaban a uno u a otro pretendiente durante la Guerra de Sucesión española.
No dispuestos a ceder en sus pretensiones ni uno ni el otro bando, se enzarzaron con la fuerza alzando las armas, como muchas veces antes lo habían hecho otros, y declararon la guerra al contrario.
En Europa parecería esto un hecho del pasado sino hubiera ahora en el norte europeo un país libre y soberano víctima de la barbarie de un país invasor, imperialista y tirano.
Pero permita que vuelva a 1709. La ciudad de Alicante había tomado partido por Felipe V, por lo que tropas aliadas francesas formaron un ejército borbónico junto con los alicantinos. Por su parte, el castillo Santa Bárbara estaba dominado por unos dos mil ingleses que no rendían la plaza convencidos que estaban en mejor posición que los de abajo, mucho más expuestos a sus cañones.
Al General francés Asfeld se les ocurrió una idea – que creyó brillante - para rendir a los ingleses. Excavaron una mina bajo el castillo, la llenaron de 10 toneladas de pólvora y el 29 de febrero de 1709 la explotaron. Murieron Sir Richard Siburch y 150 de sus soldados ingleses. Aun así, los supervivientes seguían sin rendirse. Con esa explosión el castillo sufrió grandes daños. También las 400 casas de los barrios de Santa Cruz y de San Roque cuyos habitantes fueron víctimas de los cascotes y rocas que cayeron sobre sus hogares.
Cuando se suponía que los ingleses se rendirían por haber sufrido muchas bajas y por no verle sentido a aguantar mucho más, el 15 de abril de 1709 aparecieron en el horizonte veinte buques ingleses que se acercaban a la costa alicantina al mando del caudillo austriaquista Diego Stanhop. Parecía que cambiaría el rumbo de la guerra. Esa flota bombardeó la ciudad, junto con los cañones del castillo, pero sus ciudadanos y su ejército la defendieron tan bien que los ingleses no consiguieron desembarcar por lo que negociaron una rendición honrosa y los seiscientos ingleses que quedaban con vida en el castillo se embarcaran el 20 de abril de ese año en esos buques tomando rumbo incierto allende los mares.
Cuando alicantinos y franceses entraron en el castillo Santa Bárbara se encontraron una escena dantesca. Muertos por allí y por allá, mucho desorden, pólvora, armamento, …. Entre ellos, 16 cañones de bronce, 70 de hierro, cuatro morteros, así como ¡muchas balas, granadas y pólvora. Además de provisiones y mucho vino, según cuenta el Cronista Viravens.
Ante tanta desolación se escuchó lo que parecía un grito. Un oficial y unos soldados se acercaron al origen de ese sonido y vieron a una niña chillando por el pánico del miedo. ¿Quién la había abandonado? Probablemente, sus padres yacían entre los fallecidos, fueran militares o comerciantes.
La niña tendría unos cinco o seis años, era inglesa, de ojos azules, no hablaba nada español, … Su mirada era pura desconfianza ante los desconocidos que la miraban con asombro. Pura paradoja, la inocencia de esa niña ante tanta masacre.
Las autoridades esperaron varios días por si alguien la reclamaba. Al no hacerlo, y en previsión que no lo estuviera, la bautizaron en la iglesia de Santa María ocho días después de rendir el castillo. Le pusieron el nombre de Josefa María Felicia, que era el que tenía la mujer que hizo de madrina. Su padrino fue un francés al que llamaban Pedro José. El acta de bautismo dice así: “Dumengie en vintihuit dies del mes de abril any mil setsents y nou (…) Juan Bautista López. Vicari Perpetuo de esta Parrochial Bategia Sub Conditione por no estar fets del Batisme …”.
Quiero creer que mejoró el futuro de esta niña y que se crió en paz entre los que la habían acogido. Una vez bautizada y libre de pecado – nunca lo tuvo siendo tan pequeña – iniciaría su nueva andadura aprovechando todas las oportunidades que le diera la vida, que ya había pasado lo suyo y ahora le tocaba crecer con un poco más de sosiego en esta tierra hospitalaria. Pues eso.